


Hablar de la Encarnación, es entrar en el centro de la vida cristiana. No en un mito, sino encontrarse con una persona, Jesucristo. La participación de Dios en la historia como hombre, el Sumo Sacerdote que ha compartido todas nuestras debilidades menos en el pecado (cf. Hb 14, 15).
“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Es el núcleo de nuestra salvación, el Verbo entra en la historia, no tomó un cuerpo, sino que asumió una condición humana en su fragilidad y totalidad, es totalmente hombre, muchas cuestiones nacen de la doctrina de la Encarnación, lo que es cierto es que la condición de Dios no se pierde, se muestra humana, un amor en su máxima expresión, ya no como una acumulación de ideas o conceptos epistemológicos, sino como una persona.
“El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente su ser igual a Dios; al contrario, se despojó de a sí mismo, tomando la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres” (Flp 2, 6-7). La Kénosis de Jesús (vaciamiento de sí mismo) su semejanza con los hombres, sin perder su divinidad, lo hace una respuesta total de que Dios quiere la salvación de la humanidad. Pero ¿Dios se “despojó” de su condición al hacerse hombre? Ciertamente la elección de Cristo por mostrar su total divinidad no fue para nada como se esperaría de un dios, sino más bien de un esclavo. Algunas de las traducciones de esta carta, aparece el término “siervo” pero la condición de Jesús en la Cruz mostró más que un siervo, mostró no un simple acercamiento a la condición humana, sino un verdadero abajamiento, “hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 8).
La participación de la Encarnación nos introduce como hijos de Dios no en un simple acontecimiento histórico donde lo natural y lo divino se encuentran, sino que además de esto, nos encontramos en el camino para llegar a la Gracia. En esto san Atanasio nos dice: “El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos a nosotros Dios” (De Incarnatione 54,3). Elevar a tal punto la naturaleza del hombre para que llegue a una comunión perfecta con Dios, no es que el hombre sea Dios por su simple condición de hombre, sino que el Padre ha sido revelado por Jesucristo y en Él y por Él, la humanidad se diviniza.
“El Hijo de Dios se encarnó para hacernos participes de la divinidad” (Summa Theologiae, III, q. 1, a. 2). Santo Tomas subraya que la divinización del hombre no puede entenderse como un premio humano, sino como un don plenamente gratuito que proviene solamente de la Encarnación. Solo porque Dios se ha hecho hombre, el hombre puede participar de la divinidad de Dios. Como antítesis descubrimos las palabras del maligno “seréis como dioses” (Gn 3, 5) el engaño aun presente que sugiere que la plenitud se alcanza sin ayuda divina, es el núcleo de la caída de los seres humanos: colocarse como medida de sí mismo. La Encarnación por el contrario revela un camino de vida auténtico para que cada hombre llegue a Dios.
Ahora bien, el misterio de la Encarnación sólo se puede entender a la luz de la Trinidad. No se trata de un acontecimiento solitario del Verbo, sino de la trinidad, porque “la Encarnación nos revela el verdadero rostro de Dios. El Hijo eterno, que procede del Padre, se hace hombre por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María. Aquí se manifiesta el misterio de la Trinidad: el Padre envía, el Hijo recibe y se encarna, el Espíritu actúa como vinculo de amor” (Benedicto XVI, Homilía en la Solemnidad de María, Madre de Dios, 1 de enero de 2008). El envío del Hijo revela también su máxima obediencia al Padre, ya que al asumir la naturaleza humana se somete a la misión que le ha sido confiada: “El Verbo se encarnó para llevar a cabo por la naturaleza humana nuestra salvación” (CEC 461). De este modo se entiende que la Encarnación no es acontecimiento aislado, sino la expresión concreta de la unidad de las divinas personas. Por tanto, se evidencia no solo la cercanía de Dios a los hombres, sino la dinámica interna de la Trinidad, donde el amor sostiene desde su origen la obra redentora.
María y la Encarnación
En el designio de la salvación, Dios quiso contar con una criatura, una joven de Nazaret. “La Encarnación del Hijo de Dios es el futo de la libertad de María. Dios quiere hacerse hombre al contar con el libre ‘sí’ de su criatura” (Benedicto XVI, Homilía en la Solemnidad de la Anunciación, 25 de marzo 2006) La libertad plenamente realizada de María, que pone su libertad a que la gracia actúe, se haga en ella la Voluntad de Dios, ese “abrirse al plan divino” (cf. Lc 1, 38). María pone su voluntad al servicio de la salvación del mundo, hace parte activa de todo el misterio salvífico, su si no se convierte en un simple formalismo, o una respuesta más; sino en una respuesta de la que depende la humanidad entera.
Ahora bien, esto tiene otra pregunta: Dios actúa como quien manda el Hijo, el Hijo se engendra en María (cf. Jn 1, 14). ¿Y el Espíritu? Si nos fijamos en el dialogo del ángel María plantea una pregunta: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34) e inmediatamente recibe la respuesta: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35). La expresión “cubrir con la sombra” la encontramos en el antiguo testamento (cf. Ex 40, 34), la tienda del encuentro lo que se cubrió con la sombra de Dios se llena de su espíritu, “María es la morada del Espíritu Santo, la ´tienda de reunión´ donde la gloria de Dios habita” (CEC 2676), el Arca que lleva la Alianza ahora es María. Si pensamos en la salvación de la humanidad sin que la cooperación humana se haga presente, caeríamos en la creencia de un Dios que solo actúa brutalmente, sin contar con la aceptación y libertad.
La Encarnación y la Eucaristía
Pensemos ahora en dos actos distantes en el tiempo: la Encarnación y la Eucaristía. El cuerpo del Señor que se encarna en el seno de Santa María es el mismo que se hace presente en el pan y vino, cuerpo y sangre del Señor. La Encarnación alcanza su margen en la Eucaristía, la prolongación de la Gracia se hace presente en cada Misa. El Espíritu Santo, ese mismo que cubre a María en su “Sí” generoso, es el mismo que cubre las especies para convertirlo en el cuerpo del Señor. Se hace hombre en la Encarnación, y se hace alimento en la Eucaristía, la presencia real de Cristo en estos dos acontecimientos de la fe, una presencia real, tangible y siempre cercana. San Agustín referente a esto: “Reconoced en el pan lo que colgó en la cruz, y en el cáliz lo que manó de su costado. El mismo Cristo que nació de la Virgen María, que fue crucificado, sepultado y resucitó, es el que se contiene en estos misterios” (Homilía sobre el Evangelio de Juan 26,13).
Como decía san Josemaría: “En la Eucaristía, como en el portal de Belén, se nos entrega sin defensa, inerme, por amor” (Es Cristo que pasa, n. 87) y desde entonces, el Señor se ha querido quedar cerca de los hombres, sigue entregándose y el Espíritu sigue actuando para la salvación de los hombres; depende ahora de nosotros de dejarnos amar para conocer al verdadero y puro amor, es necesario, “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermón 169, 11,13). Es dejar que el reino de Dios que tanto pedimos a diario que venga sobre nosotros, nos encuentre con un corazón abierto para acogerle y amarle.