


¿Qué lugar ocupa en nuestra vida la entrega de Jesús por nosotros? ¿La consideramos como un hecho del pasado, sin conexión con nuestro presente y nuestro futuro? La fe cristiana nos asegura que se trata de algo central, lleno de implicaciones para nuestra vida personal, social y eclesial.
Preparar el encuentro con Dios y con los demás
El primero de estos miércoles(cfr. Audiencia general, 6-VIII-2025)el Papa se centró en la palabra preparar. “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?” (Mc 14, 12). En realidad, todo estaba preparado de antemano por Jesús: “La Pascua, que los discípulos deben preparar, está en realidad ya preparada en el corazón de Jesús”.
Al mismo tiempo, él pide a sus amigos que hagan su parte: “La gracia no elimina nuestra libertad, sino que la despierta. El don de Dios no anula nuestra responsabilidad, sino que la hace fecunda”.
Por tanto, tenemos, también nosotros, que preparar esa cena. No se trata solamente, advierte el sucesor de Pedro, de la liturgia o de la Eucaristía (que significa “acción de gracias”), sino de“nuestra disponibilidad para entrar en un gesto que nos supera”.
“La Eucaristía -observa León XIV- no se celebra solo en el altar, sino también en la vida cotidiana, donde es posible vivir todo como ofrenda y acción de gracias”.
De ahí la interpelación: “Podemos entonces preguntarnos: ¿qué espacios de mi vida necesito reordenar para que estén listos para acoger al Señor? ¿Qué significa para mí hoy ‘preparar’?”.
Algunas sugerencias: “Quizás renunciar a una pretensión, dejar de esperar que el otro cambie, dar el primer paso. Quizás escuchar más, obrar menos o aprender a confiar en lo que ya está dispuesto”.
Reconocer nuestra vulnerabilidad
En medio de la cena más íntima de Jesús con los suyos, se revela también la mayor traición:“En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar: uno que está comiendo conmigo” (Mc 14, 18). “Son palabras contundentes. Jesús no las pronuncia para condenar, sino para mostrar que el amor, cuando es verdadero, no puede prescindir de la verdad”.
De modo sorprendente, Jesús no levanta la voz ni su dedo para acusar al traidor. Deja que cada uno se cuestione:“Ellos comenzaron a entristecerse y a preguntarle uno tras otro: ‘¿Seré yo?’” (Mc 14, 19). El miércoles 13 de agosto, el Papa se detuvo en esta pregunta, porque, señaló, “es quizá una de las preguntas más sincerasque podemos hacernos a nosotros mismos”. Y este es el motivo: “El Evangelio no nos enseña a negar el mal, sino a reconocerlo como una ocasión dolorosa para renacer”.
Lo que viene a continuación puede sonarnos a amenaza:“¡Ay de aquel hombre por quien el Hijo del hombre será entregado!; ¡más le valdría a ese hombre no haber nacido!” (Mc 14, 21). Pero es más bien un grito de dolor, de compasión sincera y profunda. Porque Dios sabe que, si renegamos de su amor, seremos infieles a nosotros mismos, perderemos el sentido de nuestra vida y nos autoexcluiremos de la salvación. Pero en cambio, “si reconocemos nuestro límite, si nos dejamos tocar por el dolor de Cristo, entonces podemos finalmente nacer de nuevo”.
Amor que no se rinde y perdona
Durante la última cena, Jesús ofrece el bocado a aquel que está a punto de traicionarlo. “No es solo un gesto de compartir, es mucho más: es el último intento del amor por no rendirse” (cfr. Audiencia general 20-VIII-2025) Jesús sigue amando: lava los pies, moja el pan y lo ofrece incluso al que le va a traicionar.
El perdón que ofrece Jesús –señala el obispo de Roma–, se revela aquí con toda su potencia y manifiesta el rostro de la esperanza: “No es olvido, no es debilidad. Es la capacidad de dejar libre al otro, amándolo hasta el final. El amor de Jesús no niega la verdad del dolor, pero no permite que el mal sea la última palabra”.
Insiste el Papa: “Perdonar no significa negar el mal, sino impedir que genere más mal. No es decir que no haya pasado nada, sino hacer todo lo posible para que no sea el rencor el que decida el futuro”.
Y se vuelve a nosotros: “Nosotros también vivimos noches dolorosas y agotadoras. Noches del alma, noches de decepción, noches en las que alguien nos ha herido o traicionado. En esos momentos, la tentación es cerrarnos, protegernos, devolver el golpe. Pero el Señor nos muestra que hay esperanza, que siempre hay otro camino. (…) Hoy pedimos la gracia de saber perdonar, incluso cuando no nos sentimos comprendidos, incluso cuando nos sentimos abandonados”. Así nos abrimos a un amor más grande.
La entrega por amor
Luego, Jesús afronta libre y valientemente su detención en el huerto de los Olivos: “¿A quién buscáis?” (Jn 18, 4). Su amor es pleno y maduro, no teme el rechazo, pero se deja capturar. “No es víctima de un arresto, sino autor de un don. En este gesto se encarna una esperanza de salvación para nuestra humanidad: saber que, incluso en la hora más oscura, se puede seguir siendo libre para amar hasta el final” (Audiencia general, 27-VIII-2025).
El sacrificio de Jesús es un verdadero acto de amor: “Jesús se deja capturar y encarcelar por los guardias solo para poder dejar en libertad a sus discípulos”.Sabe bien que perder la vida por amor no es un fracaso, sino que comporta una misteriosa fecundidad (cfr. Jn 12, 24).
Así nos enseña. “En esto consiste la verdadera esperanza: no en tratar de evitar el dolor, sino en creer que, incluso en el corazón de los sufrimientos más injustos, se esconde la semilla de una nueva vida”.
Aprender a recibir
Especial fuerza tuvo la catequesis del Papa sobre las palabras de Jesús en su crucifixión: “Tengo sed” (Jn 19, 28), justo antes de estas otras: “Todo está cumplido” (19, 30).
“La sed del Crucificado –observa León XIV– no es solo la necesidad fisiológica de un cuerpo destrozado. Es también y, sobre todo, la expresión de un deseo profundo: el de amor, de relación, de comunión” (Audiencia general, 3-IX-2025).
De ahí una enseñanza sorprendente: “El amor, para ser verdadero, también debe aprender a pedir y no solo a dar. ‘Tengo sed’, dice Jesús, y de este modo manifiesta su humanidad y también la nuestra. Ninguno de nosotros puede bastarse a sí mismo. Nadie puede salvarse por sí mismo. La vida se ‘cumple’ no cuando somos fuertes, sino cuando aprendemos a recibir”. Y es entonces, justamente cuando todo está cumplido. “El amor se ha hecho necesitado, y precisamente por eso ha llevado a cabo su obra”.
Tal es, señala el obispo de Roma, la paradoja cristiana: “Dios salva no haciendo, sino dejándose hacer. No venciendo al mal con la fuerza, sino aceptando hasta el fondo la debilidad del amor”.
Desde la cruz, Jesús enseña que cada uno de nosotros no se realiza en el poder, sino en la apertura confiada a los demás, si fueran enemigos. “La salvación no está en la autonomía, sino en reconocer con humildad la propia necesidad y saber expresarla libremente”.
Atención, parece decir León XIV también para los educadores y formadores, porque este “sentir y reconocer nuestra necesidad” no se puede imponer, sino que ha de descubrirlo libremente cada persona (se puede ayudar delicadamente a descubrirlo), como camino de liberación de sí mismo hacia Dios y los demás. “Somos criaturas hechas para dar y recibir amor”.
El grito de la esperanza
Digno de ser contemplado es el hecho de que Jesús no muere en silencio. “No se apaga lentamente, como una luz que se consume, sino que deja la vida con un grito: ‘Jesús, dando un fuerte grito, expiró’ (Mc 15, 37). Ese grito encierra todo: dolor, abandono, fe, ofrenda. No es solo la voz de un cuerpo que cede, sino la última señal de una vida que se entrega” (Audiencia general, 10-IX-2025).
Su grito va precedido de estas palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, que corresponden al Salmo 22 y manifiestan el silencio, la ausencia y el abismo que experimenta el Señor. “No se trata –precisa León XIV– de una crisis de fe, sino de la última etapa de un amor que se entrega hasta el fondo. El grito de Jesús no es desesperación, sino sinceridad, verdad llevada al límite, confianza que resiste incluso cuando todo calla”.
En este año jubilar, el grito de Jesús nos habla de esperanza, no de resignación. “Se grita cuando se cree que alguien todavía puede escuchar. Se grita no por desesperación, sino por deseo”. Concretamente: “Jesús no gritó ‘contra’ el Padre, sino ‘hacia’ Él. Incluso en el silencio, estaba convencido de que el Padre estaba allí. Y así nos mostró que nuestra esperanza puede gritar, incluso cuando todo parece perdido”.
Se grita cuando se nace (llegamos llorando), cuando se sufre y también cuando se ama, cuando se llama y se invoca: “Gritar es decir que estamos, que no queremos apagarnos en silencio, que tenemos todavía algo que ofrecer”.
Y esta es la enseñanza del grito de Jesús para el viaje de la vida, en lugar de guardar todo dentro y consumirnos lentamente (o de caer en el escepticismo o en el cinismo).
La sabiduría de esperar
A continuación, se abre el silencio de Jesús en el sepulcro (cfr. Jn 19, 40-41): “Un silencio grávido de sentido, como el vientre de una madre que custodia al hijo todavía no nacido, pero ya vivo”(Audiencia general, 17-IX-2025).
Fue sepultado en un jardín, en una tumba nueva. Como sucedió al principio del mundo, en el paraíso: Dios había plantado un jardín, ahora la puerta de este nuevo jardín es la tumba cerrada de Jesús.
Dios había “descansado”, dice el libro del Génesis (2, 2), después de la creación. No porque estuviera cansado, sino porque había concluido su trabajo. Ahora se ha vuelto a mostrar el amor de Dios, cumplido “hasta el final”.
Jesús descansa por fin
A nosotros nos cuesta descansar. Pero “saber detenerse es un gesto de confianza que tenemos que aprender a cumplir”. Hemos de descubrir que “la vida no depende siempre de aquello que hacemos, sino también de cómo sabemos desistir de cuanto hemos podido hacer”.
Jesús calla en el sepulcro, como la semilla que espera su amanecer. “Todo tiempo detenido puede convertirse en tiempo de gracia, si lo ofrecemos a Dios”.
Jesús, sepultado en la tierra: “Es el Dios que deja hacer, que espera, que se retira para dejarnos la libertad. Es el Dios que se fía, también cuando todo parece terminado”.
Nosotros hemos de aprender el dejarse abrazar por el límite: “A veces buscamos respuestas rápidas, soluciones inmediatas. Pero Dios trabaja en lo profundo, en el tiempo lento de la confianza”.
Y todo ello nos vuelve a hablar en este Jubileo de la Esperanza: “La verdadera alegría nace de la espera habitada, de la fe paciente, de la esperanza de que cuanto ha vivido en el amor, ciertamente, resurgirá a la vida eterna”.
Desciende para anunciar la luz y la vida
También el miércoles 24 de septiembre el Papa se detuvo en el Sábado Santo. Cristo no solo ha muerto por nosotros, sino que también ha descendido al reino de los “infiernos”, para llevar el anuncio de la resurrección a todos los que estaban bajo el dominio de la muerte. Esos “infiernos” no se refieren solo a los muertos, sino también al que vive bajo la oscuridad (el dolor, la soledad, la culpa) y sobre todo, el pecado. “Cristo –señala el Papa– entra en todas estas realidades oscuras para testimoniarnos el amor del Padre. (…) Lo hace sin clamor, de puntillas, como quien entra en una habitación de hospital para ofrecer consuelo y ayuda”.
Los padres de la Iglesia lo describen como un encuentro entre Cristo y Adán para sacarlo de nuevo a la luz, con autoridad, pero también con dulzura. Ni siquiera nuestras noches más oscuras o nuestros pecados más profundos son obstáculos para Cristo. Descender para Dios no es un fracaso sino el camino para la victoria. Ninguna tumba está demasiado sellada para su amor. Dios siempre puede hacer, a partir del perdón, una nueva creación.