La Iglesia celebra a los santos porque en ellos descubre el poder de la gracia de Dios y la cooperación de la criatura. De modo particular sucede esto en a Virgen María, llamada a ser Madre de Dios. Ser madre no es sólo engendrar, sino criar, alimentar corporal y espiritualmente, educar, corregir, exhortar, ser modelo y ejemplo para el hijo. La santidad que Dios quiso para María se explica así desde su maternidad. Esta se extiende a nosotros, ya que fue hallada fiel. Al pie de la Cruz es declarada también madre nuestra. Y ejerce su “oficio”, de modo que siendo nuestra madre se hace también, después del Señor, modelo de santidad. Propongo este tema a partir la Exhortación Gaudete et Exsultate de papa Francisco, que en gloria esté, que nos fue dada en 2018.
Nos recordaba el papa en primer lugar el himno de Efesios 1,3-4: Dios nos ha elegido en Cristo desde antes de la fundación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia por el amor. En este versículo se fundamenta la llamada universal a la santidad, pero sobre todo se afirma que existimos para ser santos, para eso hemos sido elegidos eternamente.
La santidad no es una tarea entre otras, sino la misión fundamental, la que define nuestro ser y el éxito o fracaso absoluto de la propia existencia. La vida buena, la santa, no consiste en estar bien, sentirme a gusto, ser feliz, estar consolado, tener éxito. La vida buena es la vida virtuosa, la vida de santidad.
Gaudete et Exsultate afirma que la santidad es una gracia ya dada, porque es el fruto del Bautismo que hemos recibido. La santidad no la hace el conjunto de nuestras obras, es fruto de una gracia primera que nos hace templos de Dios. Sucedió el día de nuestro bautismo. La santidad vivida es fruto y desarrollo de esta santidad primera, consiste en su crecimiento, en abrirnos, en el buen uso de nuestra libertad, cada vez más al poder de la gracia y la fuerza del amor que transforma el corazón y cambia la vida.
“La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros”, sigue diciendo el Papa. San Pablo exhortaba a sus fieles a vivir de tal modo que Cristo creciese en ellos hasta alcanzar la medida de la plenitud. La santidad es siempre en relación con el Señor: no se trata de medirnos con él como desde fuera, sino de entrar de tal modo en comunión con Él, que Él viva en nosotros.
Aquí es donde encontramos a la Virgen María como modelo de santidad. Ella creyó y obedeció la palabra del ángel Gabriel. En respuesta, Dios Padre envió sobre ella el Espíritu Santo, y llena de Dios, al concebir al Hijo de Dios.
Sta. Isabel de la Trinidad pide, en su Elevación a la Santísima Trinidad, que el Espíritu Santo obre en ella una “encarnación diminutiva”: por la fe Cristo ha sido engendrado en vuestros corazones. Aquí se expresa de otro modo lo que Santa Isabel pedía: Cristo engendrado en el corazón, presente íntimamente en nosotros, real y personalmente presente, viviendo en nosotros su propio misterio.
Esto fue, sin duda, el centro de la vida interior de la Virgen María, tanto durante su embarazo como después de Pentecostés… Esta atención amorosa que hace que los actos ordinarios sean extraordinarios porque son de Jesús mismo en y con nosotros, o nuestros en él. La vida que tenemos es y debe ser, ante todo y sobre todo, la vida de Cristo en nosotros, la continuación de la vida de Jesús.
Esto se realizó en la vida de la Virgen María. Fruto de la gracia que ella recibió con perfección desde el primer instante de su existencia y que renovó con fidelidad en cada momento posterior. ¿Qué hacer cuando la actividad es mucha? ¿O cuando las fuerzas son pocas? Desear esos momentos de silencio para encontrar al Señor no sólo en la comunidad y en las hermanas, sino en el silencio de nuestro corazón, tan realmente presente como en el Sagrario… Y si no disponemos ya de fuerzas, de memoria… para buscar al Señor en nosotros mismos tenemos que despertar la fe, creer que de verdad es así, aunque no lo sintamos y amar y orar… amar al Padre y orar por todos los hombres y sus necesidades.
Y esto es lo esencial de la devoción a la Virgen María. Tratar con la Virgen de esto, ponernos realmente en sus manos y aprender de ella a “guardar y conservar” las cosas en el corazón, descubriendo en ellas la presencia misma de Dios. Es así como el Señor crecerá en nosotros y para esto nunca es tarde del todo: disponer nuestro corazón, arrancando las malas hierbas, abandonándonos en las preocupaciones, vaciándonos de nuestra propia voluntad, de nuestra honra y fama… sólo en el silencio, cuando por gracia de Dios acallamos el deseo de todo aquello que no es el Señor puede nuestro corazón descansar en él y buscar una oración de estar presente al Señor.
Esto es, como Ella y con Ella: “Entregarse a Jesucristo con una completa donación, para ser su fiel instrumento, dejarle libre sitio en nosotros… no vivir más que por cuenta de Cristo y en su nombre”: no que Cristo viva nuestra vida, sino que Él viva su vida en nosotros. Como en María. Ella nos contagia, cuando a ella nos acercamos, su fe, su esperanza y su caridad.
Profesor de la Universidad Eclesiástica San Dámaso.