El domingo pasado, la liturgia nos invitaba a velar. Hoy nos llama a la conversión. El Adviento es un tiempo de preparación y la Iglesia nos da cuatro figuras que nos acompañan: Isaías, Juan el Bautista, María y José. Hoy encontramos a los dos primeros.
Isaías, con sus visiones poéticas y bellas, nos consuela. Juan el Bautista, por el contrario, es franco, austero e intransigente. La figura del Precursor se nos presenta con su modo austero de vestir y alimentarse: vestido con piel de camello y alimentado de saltamontes y miel silvestre. El profeta Isaías había hablado de Él como la voz de uno que clama en el desierto. Su mensaje era claro: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.” Su misión fue preparar y allanar el camino del Señor, llamando al pueblo de Israel a arrepentirse de sus pecados. Al llevar a cabo esta misión, los fariseos y saduceos se le acercaron, y él se mostró inflexible con ellos. Cuestionó sus motivos para arrepentirse y les exhortó a dar “el fruto que pide la conversión.” Les hablaba a ellos, pero también nos habla a nosotros. Nos pide que estemos atentos a la arrogancia y la hipocresía que nos hacen pensar que nos hemos ganado la salvación, el derecho a encontrarnos con Cristo, el derecho a disfrutar de la Navidad. La auténtica conversión es más que un hábito cultural o una observancia superficial; debe dar fruto.
¿Cuáles son entonces los frutos de la conversión? La justicia y la paz. El salmo habla de que en los días del Mesías florecerá la justicia. San Pablo también lo menciona, “tener entre vosotros los mismos sentimientos, según Cristo Jesús”.
En la bella visión del profeta Isaías, vemos la coexistencia pacífica entre depredadores y presas, leones y corderos, leopardos y cabritos, vacas y osos, niños y serpientes, inocencia y astucia. Ese es el futuro que traería consigo la venida de Cristo. Este es el fruto de la conversión, donde la realidad creada puede vivir en armonía. Donde todas las razas, tribus y religiones pueden vivir en paz. El Papa León XIV nos ha recordado constantemente que recemos por la paz y la unidad. Intentemos ser colaboradores de la paz durante este tiempo de Adviento.
Así como nos preparamos para encontrar a Cristo en las actividades cotidianas, también lo encontramos en quienes nos rodean. Por eso, el arrepentimiento y la conversión se convierten, por así decirlo, en un primer paso necesario y continuo hacia la salvación, en el encuentro con Cristo.
La humildad será necesaria para dar frutos de conversión, para vencer la tentación de creernos suficientes. Juan dice: “Dios es capaz de sacar hijos de Abraham de estas piedras”. Cristo, que puede levantar hijos de las piedras, no quiso convertir esas piedras en pan. Más bien, se humilló y se hizo hombre. Cristo —Dios verdadero de Dios verdadero— para confirmar la validez de las palabras de Juan el Bautista, nació en una cueva, en un pesebre. Como bromeaba Chesterton: “Dios se hizo hombre de las cavernas.” Se hizo, por así decirlo, hombre de piedra, y nos pide que seamos humildes como Él. El Hijo eterno se hizo niño en la gruta, el Príncipe de la Paz. En su nacimiento los ángeles cantaron: “Paz en la tierra.”




