Para que no fuéramos condenados, Cristo fue condenado. Dios asumió la condena que nosotros merecíamos. Y así leemos en el Evangelio de hoy: “Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Este año, la gran fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz cae en domingo y, por lo tanto, brinda a toda la Iglesia otra oportunidad para meditar sobre la Cruz y cómo es la combinación perfecta de la justicia y la misericordia divinas. La justicia exige el castigo por el pecado. Esta justicia debe satisfacerse, no puede ignorarse. Pero, en su misericordia, Dios tomó el castigo sobre sí mismo, dejándonos solo una pequeña parte para que la compartiéramos.
La primera lectura muestra a los israelitas recibiendo, literalmente, la mordedura de las serpientes como castigo por su pecado. Aunque esto sucedió realmente, también expresa simbólicamente la “mordedura” del pecado. Cada vez que pecamos, el pecado vuelve para mordernos. Herimos a los demás con el pecado, pero nosotros mismos quedamos aún más heridos, aunque a veces la herida pueda ser -y esta podría ser la peor de todas- la insensibilidad de la conciencia para apreciar el mal que hemos hecho.
Sin embargo, para salvar a los israelitas, Dios le dice a Moisés que levante una serpiente de bronce, una representación de la misma criatura que causa su muerte. Los israelitas se ven obligados a enfrentarse a su pecado, a mirarlo y a reconocerlo. No es de extrañar, por tanto, que cuando Jesús muere en la cruz, san Juan cite la profecía de Zacarías: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37; Zac 12, 10). Debemos estar dispuestos a afrontar y reconocer nuestros pecados para que sean perdonados. De ahí el valor de la confesión.
El pecado se muestra en este episodio, al igual que con Adán y Eva, como una falta de confianza en Dios. Dios entonces castiga, pero incluso su castigo, en sí mismo, es misericordioso: es menor de lo que merecemos y solo tiene como objetivo traernos de vuelta a Él. Como leemos en el salmo: “Y, cuando los hacía morir, lo buscaban, y madrugaban para volverse hacia Dios”. Para compensar la desobediencia de Adán y Eva ante un árbol inspirado por el orgullo, que nos llevó a la muerte (cfr. Gn 3, 1-7 y 17-19), Cristo fue humildemente obediente hasta la muerte en un árbol. Como nos dice san Pablo en la segunda lectura: “se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”. Si tenemos la humildad de admitir nuestros pecados, la mayor humildad de Dios se apresura a salvarnos.