Después de cantar ayer el Te Deum en acción de gracias a Dios, y al encontrarnos al final de la Octava de Navidad y al inicio de un nuevo año civil, la Iglesia nos pone delante la fiesta de María, Madre de Dios. Esto no es casualidad. Nos invita a profundizar en lo que san Pablo se refiere cuando habla de “la plenitud del tiempo”: “Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer”. (Gálatas 4, 4)
La Iglesia no se centra únicamente en la maternidad física de María, sino sobre todo en su disposición espiritual. Recordamos a aquella mujer que alzó la voz diciendo: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”. Ella alabó la concepción y la lactancia de Jesús. Nuestro Señor redirigió su atención hacia la verdadera bienaventuranza que proviene de cuidar la Palabra de Dios en nuestra vida: “Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (cfr. Lc 11, 28). María es bienaventurada no solo porque concibió a Cristo en su cuerpo, sino porque acogió la Palabra de Dios en su corazón. Y, sin embargo, esta primacía espiritual no disminuye la belleza y la verdad de su maternidad física.
En un día como este, vale la pena contemplar lo que implica realmente la maternidad física de María. Si tomamos en serio la humanidad de Jesús, entonces debemos tomar con igual seriedad la maternidad de María. Jesús “crecía en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2, 52). Fue amamantado por su madre. Toda madre conoce la alegría particular y la ternura que acompañan el acto de cuidar. La maternidad de María y la filiación de Cristo son profundamente reales. Ella le dio su propio cuerpo y sangre, y también su tiempo, su atención, sus noches sin dormir. Cuidar es un trabajo lento, paciente, exigente…, y profundamente gratificante.
Celebrar la fiesta de María, Madre de Dios, es celebrar las alegrías de la maternidad. Me gusta imaginar, de manera literaria, una correspondencia entre María y su prima Isabel, algo similar a Memorias de dos jóvenes esposas de Honoré de Balzac, donde dos amigas, Louise y Renée, comparten sus experiencias. En un momento, Renée le relata a su amiga Louise su experiencia de la maternidad. Escribe: “Dar a luz no es nada; amamantar es dar a luz a cada momento. […] Nada puede verse o sentirse en la concepción, ni siquiera en el embarazo, pero amamantar, mi querida Louise, es una felicidad que no termina nunca. Una ve en qué se convierte la leche: se vuelve carne, florece en la punta de esos deditos tan dulces, semejantes a flores, y tan delicados; crece en las uñas finas y transparentes, se despliega en el cabello, se agita y se menea en los pies. […] ¡Oh, Louise, amamantar es una transformación que se ve hora tras hora, deslumbrante a la vista! No es con los oídos sino con el corazón como escuchas los llantos del niño; comprendes la sonrisa en sus ojos o en sus labios o en sus piececitos inquietos como si Dios hubiera escrito para ti letras de fuego en el aire”.
No es descabellado pensar que la experiencia de Renée, tan bellamente expresada, no haya sido menos para María. Estas eran parte de las cosas que María guardaba en su corazón y sobre las que meditaba (cfr. Lc 2, 19).
Las alegrías de María al cuidar y acompañar a Cristo hasta su plena estatura pueden ser también nuestras al comenzar el nuevo año. He aquí, entonces, nuestra primera resolución del año: cuidar al Cristo que llevamos dentro.




