Jesús “dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”. Nuestro Señor nos habla del orgullo, un pecado que nos lleva a exagerar nuestro propio valor y a menospreciar a los demás. El fariseo estaba lleno de sus propios logros, tal y como él los veía. De hecho, Cristo nos da el detalle de que la oración del fariseo era realmente “hacia sí mismo” y no hacia Dios. Su orgullo se manifiesta de tres maneras: en la exaltación de sus propias obras (mientras que es completamente ciego a sus defectos, principalmente el orgullo, que es el peor pecado de todos); en el desprecio hacia los demás en general (“los demás hombres”); y en el desprecio hacia el hombre concreto que se encuentra en su presencia, en este caso el recaudador de impuestos.
El recaudador de impuestos fue más sensato y se fue a casa con Dios, “justificado”, porque aceptó su propia debilidad e indignidad. Pero, ¿qué significa “justificado”? La justificación es un tema clave para san Pablo, especialmente en sus cartas a los romanos y a los gálatas. También se ha convertido en un tema de controversia entre católicos y protestantes. Ser justificado es recuperar una relación correcta con Dios, y esto requiere fundamentalmente gracia y fe. Como escribe san Pablo: “Pues sostenemos que el hombre es justificado por la fe, sin obras de la Ley” (Rom 3, 28). Pablo señala aquí precisamente el error del fariseo: pensaba que podía ser justificado, uno con Dios, por sus propias obras. Pero el recaudador de impuestos, sabiendo lo malas que habían sido sus obras, confía únicamente en la misericordia divina.
Nunca podremos ofrecer a Dios ninguna obra digna de Él. Y menos aún podremos ganarnos nuestra propia salvación. Podemos aprender esta lección de dos maneras: como el publicano arrepentido, a través de una profunda conciencia de nuestros pecados; o como los niños que, aunque son totalmente inocentes, comprenden que deben depender de sus padres para todo y que no pueden hacer nada para “merecer” su atención. Por eso Nuestro Señor insiste tanto en que debemos ser como niños.
Y es por eso que la verdadera oración siempre debe ser una llamada a Dios para pedirle misericordia y nunca un intento de convencerlo de nuestra propia virtud. Incluso nuestras buenas obras son dones de la gracia que Dios nos inspira para realizarlas. Como dijo una vez santa Teresa de Calcuta: “¡Siempre somos demasiado pobres para ayudar a los pobres! Piénsalo: yo solo soy una pobre mujer que reza. Cuando rezo, Dios pone su amor en mi corazón y solo entonces puedo amar a los pobres, ¡porque rezo!”.