En esta gran fiesta de Pentecostés, en la que el Espíritu Santo descendió tan poderosamente sobre la Iglesia para lanzar su actividad misionera, haríamos bien en considerar cómo nada -absolutamente nada- de valor sucedería en nuestra alma, o en la Iglesia, sin la acción del Espíritu. Como dijo una vez un famoso predicador, sin el Espíritu, la Iglesia sería como un tren con todos sus vagones -posiblemente todos bien comunicados, cada uno de ellos quizá muy bien decorado-, pero sin su locomotora. Sin locomotora no hay movimiento. Sin Espíritu no hay vida en la Iglesia. Por eso, san Pablo dijo a los Corintios: “nadie puede decir ‘Jesús es Señor’, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). En otras palabras, necesitamos ser impulsados por el Espíritu incluso para el acto de fe más básico.
En el Evangelio de hoy, Jesús habla del Espíritu “ayudándonos” o siendo nuestro “abogado”. En griego se dice parakletos, que significa consejero, consolador, el llamado a estar a nuestro lado, el que se pone de nuestra parte. Y, en diversos lugares de la Escritura, vemos al Espíritu ayudando a la Iglesia y a las almas a acercarse a Dios y a seguir su llamada. A veces, esta ayuda consiste en empujar a la Iglesia y a sus miembros a la actividad misionera. A partir de Pentecostés esto es algo que vemos a lo largo de los Hechos de los Apóstoles (por ejemplo, Hechos 13, 1-3) y, de hecho, a lo largo de toda la historia posterior de la Iglesia. Poner a alguien en movimiento es también ayudarle, y es ayudar también a las personas a las que llega. Esto también puede implicar ayudarnos a superar nuestros prejuicios para llegar a personas que de otro modo descartaríamos (por ejemplo, Hechos 10, 19-20).
En otros lugares vemos cómo el Espíritu nos “ayuda” a orar. Como escribe san Pablo a los Romanos “Del mismo modo, el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). Y, como enseña la segunda lectura de hoy, el Espíritu nos ayuda, nos “conduce”, a apreciar cada vez más nuestra condición de hijos de Dios, hasta el punto de que podemos gritar a Dios ”Abba! (¡Papá!) ¡Padre!”.
Finalmente, como dice Jesús concluyendo el Evangelio de hoy, también el Espíritu, como el mejor de los maestros, nos ayuda a “recordar”, a tomarnos a pecho, todas las palabras de Nuestro Señor. Guiados por el Espíritu, profundizamos en la enseñanza de Cristo: entra en nosotros y nosotros entramos cada vez más en su vida.