El Espíritu Santo actúa en la Iglesia de muchas maneras. Guía a la Iglesia a toda la verdad (Jn 16, 13), pero, como vemos en el Evangelio de hoy, también “recuerda” a la Iglesia las palabras de Cristo: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.
Ese recuerdo de Jesús funciona de dos maneras: nos recuerda lo exigente que es su llamada (por ejemplo, Mt 16, 24; 19,21), pero también lo comprensiva que es. La presencia de Dios en nuestras almas – “vendremos a él y haremos morada en él”– inquieta y consuela a la vez: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde”. El mensaje del Evangelio está tan lejos del fanatismo como de la tibieza.
Y este enfoque sereno y equilibrado de Jesús se ve en la primera lectura de hoy en una decisión histórica tomada por la Iglesia primitiva que consiguió ser radical y razonable al mismo tiempo. Algunos conversos del judaísmo al cristianismo habían “molestado” a los conversos del paganismo insistiendo en que tenían que circuncidarse y adoptar todas las prácticas rituales de la ley judía. En cierto sentido, tenían que ser judíos para ser cristianos, afirmaban estas personas. Pero los apóstoles, después de reunirse y discutir esto, emitieron un decreto importante. En primer lugar, dejaron claro que aquellas personas que “os han alborotado con sus palabras, desconcertando vuestros ánimos” no tenían ningún mandato de ellos: “sin encargo nuestro” para hacerlo. Y luego dan su decisión, que es una clara ruptura con el judaísmo (en ese sentido muy radical), respetando al mismo tiempo algunas convicciones que los cristianos judíos habrían sentido muy profundamente: el rechazo de la idolatría, de comer sangre de animales y animales estrangulados, y de la inmoralidad sexual. La primera y la última son obvias, las dos del medio eran más creencias dietéticas judías de la época que los apóstoles respetan (por ejemplo, los judíos creían que la vida de una criatura estaba contenida en su sangre, por lo que comer la sangre de un animal era visto de alguna manera como tratar de tener poder sobre su vida, que sólo Dios tiene realmente). Así pues, la decisión fue en última instancia un compromiso sensato, que afirmaba la enseñanza moral esencial respetando al mismo tiempo las preocupaciones contemporáneas. Este es siempre el enfoque de la Iglesia: “recordar” a Cristo es ser radical y razonable a la vez, afirmando valores perennes e inmutables, pero sensible a los contingentes.