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Los esclavos del Señor

Es absolutamente necesario para obrar con libertad amar y sentirse amado. Y no podemos amar sintiéndonos esclavos o siervos, hay que hacerlo libremente desde la nueva perspectiva que ha venido a traernos Jesucristo: ¡Ahora somos hijos de Dios!

Bernardo Hontanilla Calatayud·6 de diciembre de 2025·Tiempo de lectura: 9 minutos
Los esclavos del Señor

Hablando con amigos psiquiatras y psicólogos me comentan que cada vez es más frecuente encontrar en sus consultas personas, con formación cristiana, que expresan un anhelo de libertad respecto de los compromisos que habían adquirido en un momento dado de su vida. Casados que se arrepienten de haberlo hecho, sacerdotes que quieren casarse, padres que no quieren estar pendientes de sus hijos, esposas hastiadas de sus maridos que desean rehacer su vida de forma independiente, religiosos y religiosas que anhelan disfrutar de los placeres del mundo…

Lo común en todas esas situaciones es un anhelo de libertad o autonomía que pone de manifiesto que la persona no se siente libre, e interpretan esos compromisos adquiridos como una carga intolerable que empieza a esclavizarlos. Esa tensión entre el compromiso adquirido y el anhelo de autonomía desgarra el interior psicológico de la persona hasta el punto de crear verdaderos cuadros de ansiedad, depresiones y conflictos internos muy serios que, como mínimo, producen una sensación continua de insatisfacción e infelicidad, de tal magnitud, que les lleva a un cuadro patológico de permanente queja y agresión contra uno mismo y contra la persona o institución que provoca esa amenaza a su libertad.

Esta situación conduce invariablemente a la tentación, a veces determinación, de mandarlo todo “a la mierda”, siguiendo el estilo de Camilo José Cela. Como este fenómeno parece ser muy frecuente, me he propuesto reflexionar sobre el origen de dicha situación.

El espíritu

El hombre no solo está compuesto de cuerpo y alma racional. Hay un tercer elemento que, además del alma racional, lo distingue del resto de animales y se denomina “espíritu”. Hablar de espíritu no está de moda, y menos en el ámbito psiquiátrico y neurocientífico, donde algunos quieren hacer emanar la mente, la conciencia o la psique, elementos del alma humana, de la mera actividad cerebral. Y yo no quiero hablar del alma, sino del espíritu.

Esa imagen y semejanza a Dios, que existe en el interior de todo hombre, es de nuclear importancia porque nos va a permitir reconocernos a nosotros mismos y reconocer cómo tratar a los demás. Es el origen de nuestra libertad y de nuestra capacidad de amar, y ambas están intrínsecamente unidas.

La dificultad que tenemos de reconocer o negar al espíritu de Dios dentro de nosotros, pienso que surge fundamentalmente por dos motivos:Por un lado, Dios, que con sus leyes podría constituir una amenaza a nuestra libertad, y por otro, la experiencia de percibir en el mundo el sufrimiento o la injusticia que padece el inocente. Casi nadie es un ateo intelectual, pero sí hay mucho ateísmo afectivo por estos motivos. Es precisamente de la amenaza a nuestra libertad de lo que quería seguir reflexionando.

La relación con Dios

En el Génesis aparece un relato interesante de cómo era nuestra relación con Dios. Consistía en una relación familiar, de conversación espontánea y de confianza. Sin embargo, el mal ya existía en el  mundo y se trataba de introducirlo dentro del hombre. Y bien sabía la serpiente cómo tentar a Eva. Primero, presentando a Dios como un tirano: “¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?” (Gen 3, 2). Primera mentira: “solo de uno”, respondió Eva.

Atacó de nuevo la serpiente, tratando esta vez a Dios como un envidioso: “es que Dios sabe […] que seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gen 3, 5). Y, ahora, sí consiguió su objetivo. Y el efecto inmediato que tuvo en el interior de Eva y su pareja fue no ver a Dios como realmente era: un Padre que le había dado la creación entera.

La consecuencia inmediata fue que la imagen y semejanza de Dios en el núcleo de su ser, la dimensión espiritual, se distorsionó: ahora habitaba dentro de ella un dios tirano, cruel, caprichoso, envidioso y amo, que tomará distintos nombres a lo largo de la historia y las generaciones como Baal, Moloc, Júpiter o Zeus. De esa nueva imagen que tengamos de Dios dependerá cómo nos tratemos a nosotros mismos y a los demás. Si el dios interior es vengativo, nosotros también lo seremos y si es destructivo también adoptaremos esta actitud, incluso contra nosotros mismos, y, si es un amo, entonces tenderemos nosotros a dominar a los demás y a sentirnos como esclavos respecto de Dios.

Esclavos

Sigamos diseccionando el origen de ese sentirse esclavo. Es muy habitual en el mundo religioso utilizar la palabra esclavo o siervo para referirse a la relación que existe entre el hombre y Dios. Para eso fuimos creados, reza el Catecismo de la Iglesia católica: para servir, dar gloria a Dios y ser felices (cfr. CIC, 356 y 358).

Nos colocó para trabajar y cuidar del Edén. Fue un encargo, pero no nos creó para trabajar en el jardín. Si el hombre hubiese sido creado para trabajar, entonces, la creación sería más importante que el hombre. Dios sería el amo del jardín, y nosotros sus servidores o esclavos que deberíamos cuidárselo. El cuidado de la creación material sería un encargo al hombre para servicio de Dios, en vez de un regalo de Dios para el hombre, que se sentiría feliz cuidándolo y trabajándolo. Si no entendemos esto bien podríamos sentirnos esclavos del trabajo. Y esta fue la primera consecuencia: ver a Dios como un Dios que me hace esclavo y servidor suyo, al que debo temer.

Toda la historia del Antiguo Testamento se resume en la relación de Dios con un pueblo que es torpe y duro de corazón: que ve, pero no entiende, ni sabe amar. Solo unos pocos sabían amar a Dios con libertad, aunque con no poca dificultad, como Abraham, Isaac, Jacob o Moisés.

Redención

Esta relación de Dios con su pueblo era de una operación de rescate. Dios ayudaba a su pueblo para sacarlo de la esclavitud a la libertad, de Egipto a la tierra prometida, y tiene su culmen con la venida de Jesucristo. Con su venida, comienza un punto de inflexión que pretende recuperar la idea primigenia de Dios dentro del hombre, para que no se sienta esclavo sino hijo y heredero. Empezamos a abandonar la relación de temor por una relación de amor.

Dios continúa queriendo rescatarnos de la única esclavitud que en realidad existe, que es la del pecado, pero siempre ha habido y habrá personas que quieran seguir siendo esclavos y volver a Egipto. Dios insiste: “ya no os llamo siervos/esclavos […] A vosotros os llamo amigos” (Juan 15, 15). No nos podemos sentir siervos o esclavos jamás, porque ahora somos amigos de Dios. Más: ¡ahora somos hijos de Dios! Así lo expresa con fuerza Juan en su primera carta: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Juan 3, 1).

Lenguaje y miradas

Entonces, ¿de dónde viene esta insistencia en seguir llamándonos esclavos o siervos y no hijos en nuestra relación con Dios? Es verdad que, como dice Campoamor, “En este mundo traidor nada es verdad ni mentira, todo depende del color del cristal con que se mira”. Y ese cristal con que se miran las cosas y los acontecimientos de la vida puede ser transparente, estar sucio o roto.

Esta forma de verse esclavo tiene un doble origen: por un lado, parte de un problema interno, del cristal con que se mira, de una errónea idea de Dios que la serpiente ha ido introduciendo en el interior del hombre, la tentación primigenia de la que hablábamos antes, haciéndonos pensar que Dios es un amo y tirano, y puede hacer caprichosamente lo que quiera con nuestras vidas. Nos sentimos amenazados por Dios, que con sus leyes morales impiden el desarrollo de nuestra libertad en vez de ver que sus normas dan felicidad y vida al hombre (Deuteronomio 4, 40; Juan 6, 63). Esta concepción amenazadora de Dios lleva automáticamente a la destrucción de la fuente del Amor que hay en nosotros mismos y, en consecuencia, de nuestra libertad.

Por otro lado, hay un origen externo: el mal uso del lenguaje al hacernos pensar, con el empleo de las palabras, que la relación con Dios es de esclavos. Abundantes son las oraciones cristianas, muchas de ellas de origen medieval, donde el orante renuncia a su libertad para someterse a Dios. ¡Qué barbaridad! Si se hace efectiva esta renuncia, no es de extrañar oír lamentaciones sobre la vida y los compromisos adquiridos. Y yo haría lo mismo. Si se ve de esta forma a Dios, como un amo y yo un esclavo, vamos directos, de forma habitualmente inconsciente, a un ateísmo afectivo que nos llevará a expulsar a ese dios de nuestra vida. Y con razón. Tendría entonces todo el sentido decir “Dios ha muerto. Nosotros lo hemos matado” (Nietzsche) cuando mato en mí esa especie de dios que no coincide con el verdadero Dios. Y esa muerte la consideraré como un triunfo que me colocará de nuevo en una situación de libertad para volver al verdadero Dios.

Siervos

Sigamos diseccionando el concepto de esclavo. Había muchas maneras de servir en el mundo antiguo. La palabra doulos en masculino significaba frecuentemente esclavo o siervo, pero en femenino también tenía otra acepción. Una de las acepciones de δούλŋ (doula), hace referencia a la labor que hacían ciertas mujeres en el acompañamiento del embarazo, parto y puerperio. No eran matronas. Eran siervas que acompañaban afectivamente a sus amas en esas circunstancias. Siervas que eran consideradas de la propia familia. También estaban las doulas thana, que ofrecían servicios de acompañamiento en enfermedades terminales.

En general, en los Evangelios canónicos, la palabra más comúnmente utilizada en griego es δούλoς, doulos que se traduce al latín como servus, esclavo, las más de las veces, o siervo, menos frecuentemente. La diferencia fundamental entre uno y otro, siendo la misma palabra, es que el esclavo era propiedad de su señor, como si fuera una cosa, y el siervo podía cultivar las tierras del señor y recibía un cierto grado de protección sin desligarse de su amo. Pero lo más desconcertante es que si había una palabra específica en griego para denominar al esclavo (σκλάβος), ¿por qué se utiliza δούλoς, doulos?, ¿por qué en los Evangelios escritos en griego nunca se utiliza la palabra esclavo (σκλάβος), pero en las traducciones sí?

También se emplea otra palabra en los Evangelios: διακονος, diakonos, que es traducida como servidor o sirviente, como por ejemplo cuando Jesús decía: “…no he venido a ser servido sino a servir…” (Mateo 20, 28). La circunstancia de por qué estas palabras son traducidas del griego al latín como esclavo, siervo o servidor va a depender de la intencionalidad de su traductor, san Jerónimo, en el siglo IV después de Cristo. Por ejemplo: en las parábolas del Señor, se utiliza la palabra doulos, y es traducida al latín como servus y al castellano como esclavo o siervo indistintamente.

San Pablo en Filipenses 2, 7, cuando dice “se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo” recurre a doulosservus en latín y siervo o esclavo en castellano. Sin embargo, llama también la atención que en el pasaje de la Anunciación de La Virgen se emplee δούλŋ (doula), y se traduzca como ancilla al latín y esclava al castellano. San Lucas recibiría de la Virgen el testimonio directo de lo que pasó en la Anunciación y, ¿no resulta extraño que la Virgen María se autodenomine esclava del Señor (Lucas 1, 38)? La que precisamente no necesitaba ser redimida del pecado, pues fue concebida sin él y no cometió ninguno. ¿Es correcto, por tanto, en este caso, ese abuso de la palabra esclavo al traducir del griego y del latín?

Si leemos con detenimiento el pasaje de la Anunciación observamos que el Ángel le informa que su pariente Isabel, ya entrada en edad, “está de seis meses la que llamaban estéril” (Lucas 1, 36). Y María contesta a continuación: “He aquí la doula del Señor” (Lucas 1, 38). ¿No pudiera ser que María se ofrecería como doula para acompañar a Isabel en su embarazo, parto y puerperio tras el anuncio del Ángel, como así hizo inmediatamente? ¿Es correcto llamar esclava a la criatura más libre de Dios? ¿Por qué con Jesús, cuando dice que ha venido a servir utiliza la palabra diácono y no esclavo? Y, sobre todo, ¿por qué existiendo una palabra concreta para esclavo en griego, ésta no es utilizada en ningún lugar de los Evangelios?

Formas de pensar

Sentirse esclavo en el cristianismo es muy frecuente y peligroso. Y podría ser que esa forma de pensar resulte heredada de la Edad Media. Formas de pensar de este tipo han ocurrido a lo largo de la historia de la Iglesia. Otro posible ejemplo residiría en que, hasta hace no muchos años, no se concebía que una persona casada pudiera alcanzar la santidad. Como decíamos, existen abundantes textos y contextos donde la palabra esclavo aflora frecuentemente en los Evangelios canónicos, detrás de situaciones donde los protagonistas se sienten esclavos. Uno de los más significativos ocurre en la parábola del hijo pródigo. El hermano menor, al volver arrepentido con el Padre, dice: “No merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros” (Lucas 15, 19). Y el hijo mayor, que nunca había abandonado aparentemente la casa del padre, dice: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya” (Lucas 15, 29). Los dos se sienten esclavos. Uno quiere comer bellotas y no puede, y el otro puede comer cordero y no quiere. Los dos presentan el mismo trastorno. Tanto el que vuelve como el que se queda. Y esto es muy tóxico en la vida religiosa del que se dice cristiano.

Sentirse amado

Es absolutamente necesario para obrar con libertad amar y sentirse amado. Y no podemos amar sintiéndonos esclavos o siervos, hay que hacerlo libremente desde la nueva perspectiva que ha venido a traernos Jesucristo: ¡Ahora somos hijos de Dios! Y no podemos ser amados por cualquiera y de cualquier forma.

Pongamos un ejemplo: existen 32 millones de mascotas en España y el 85 % de la población argentina tiene una. ¿Por qué muchas personas adoptan tantas mascotas en los hogares, en vez de adoptar o tener hijos? Creo que no es el egoísmo o la comodidad la causa nuclear de este fenómeno. Pienso que, en muchos casos, subyace la necesidad de sentirse amado por alguien de una forma incondicional y automática, no libre. Y eso los animales, especialmente los perros y los gatos, lo saben hacer muy bien. Puede que en el fondo, no sea capaz de asumir que alguien libre me quiera como un hijo. No quiero asumir el riesgo de que alguien libre me quiera o deje de quererme, y prefiero que me quiera un esclavo. Pero Dios sí que ha querido asumir el riesgo de crear al hombre libre, hecho a su imagen y semejanza, que de forma voluntaria le ame.

Dejemos de sentirnos esclavos o siervos en nuestra relación con Dios. Corrijamos el lenguaje. Hemos sido llamados a la filiación divina, no a la servidumbre. Cuando Jesús utilizaba el término esclavo o siervo era antes de su muerte y Resurrección. Ahora, ya estamos rescatados, somos suyos pero con una relación paterno-filial. No hagamos nada sin amor, como una buena madre o un buen padre no se siente ni esclavo ni siervo de su cónyuge o de sus hijos.

Rectifiquemos cuanto antes, o haremos que nuestros compromisos como cristianos se conviertan en normas insoportables, y acabaremos psicológicamente trastornados. Dios quiere hijos felices, que le amen libremente. Convenzámonos de que con la luz de la Resurrección hemos dejado de ser esclavos de nuestras miserias. Cristo ha suplicado a su Padre para que dejemos de llamarnos así. No insistamos en llamarnos así. De la misma forma que había una idea primera del matrimonio al inicio de la creación, también había una idea primigenia de Dios como Padre dentro de nosotros que hemos podido distorsionar.

Abandonemos el lenguaje de esclavos y recuperemos, con mirada limpia y transparente, la verdadera, original y genuina imagen de Dios que vive en nuestro interior. Estoy convencido de que, viendo de esta manera a Dios en nuestro interior, nos trataremos mejor a nosotros mismos y a los demás, nuestros compromisos dejarán de ser cargas para convertirse en fuente de vida y felicidad y, de paso, dejaremos de dar tanto trabajo a psicólogos y psiquiatras.

El autorBernardo Hontanilla Calatayud

Académico de número en la Real Academia Nacional de Medicina de España.

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