¿Hasta qué punto nos dejamos sorprender por la predicación de Jesús en los Evangelios? ¿Somos conscientes del impulso que el Espíritu Santo está imprimiendo a la Iglesia a través de los movimientos eclesiales? Son dos preguntas que pueden centrar algunas de las enseñanzas de León XIV en estas semanas.
La actividad magisterial del Papa continúa tomando fuerza e intensidad, atendiendo a las necesidades del Pueblo de Dios y de la sociedad civil, que no son pocas. De esta manera sigue pulsando los “primeros acordes” de su pontificado, que le invitan a prodigarse en su solicitud por todos. Y todo ello en el marco del año jubilar, que convoca en Roma a fieles católicos y otras personas de diversa condición, agrupados con frecuencia según los servicios que prestan a la Iglesia y al mundo.
Presentamos aquí sus tres catequesis sobre algunas parábolas de Jesús y los discursos que ha dirigido a los movimientos eclesiales con motivo de su participación en el Jubileo.
Las parábolas nos interpelan
Jesús desea personalizar su mensaje y por ello sus enseñanzas tienen un carácter que hoy podríamos llamar antropológico o personalista, experiencial y a la vez interpelador, para cada uno de los que le escuchaban y también hoy para nosotros.
De hecho, observa León XIV que el término parábola viene del verbo griego ”paraballein”, que significa ”lanzar delante”: “La parábola me lanza delante una palabra que me provoca y me empuja a interrogarme”.
Al mismo tiempo, es interesante que el Papa se fije en ciertos aspectos siempre sorprendentes de los pasajes del Evangelio.
El terreno somos nosotros
La parábola del sembrador (cfr. Audiencia general 21-V-2025) muestra la dinámica de la Palabra de Dios y sus efectos. “De hecho cada palabra del Evangelio es como una semilla que se arroja al terreno de nuestra vida. Muchas veces Jesús utiliza la imagen de la semilla, con diferentes significados”.
Al mismo tiempo, esta parábola del sembrador introduce una serie de otras “pequeñas parábolas”, en relación a lo que ocurre en el terreno: el trigo y la cizaña, el grano de mostaza, el tesoro escondido en el campo.
¿Qué sería, entonces, este terreno? “Es nuestro corazón, pero también es el mundo, la comunidad, la Iglesia. La palabra de Dios, de hecho, fecunda y provoca toda realidad”.
Jesús siembra para todos, su palabra despierta la curiosidad de muchos, y actúa en cada uno de forma diferente.
En esta ocasión presenta un sembrador, bastante original: “sale a sembrar, pero no se preocupa de dónde cae la semilla”: en el camino, entre las piedras, entre los espinos. “Esta actitud –subraya el Papa Prevost– sorprende a los oyentes y los lleva a preguntarse: ¿por qué?”. También nos ha de sorprender a nosotros.
Primero, porque “estamos acostumbrados a calcular las cosas —y a veces es necesario—, ¡pero esto no vale en el amor!”. Por eso, “la forma en que este sembrador ‘derrochador’ arroja la semilla es una imagen de la forma en que Dios nos ama”, en cualquier situación y circunstancia en que nos encontremos, confiando en que la semilla florezca.
En segundo lugar, al contar cómo la semilla va dando fruto, Jesús también habla de su propia vida: “Jesús es la Palabra, es la Semilla. Y la semilla, para dar fruto, debe morir”. Por tanto, “esta parábola nos dice que Dios está dispuesto a ‘desperdiciarse’ por nosotros y que Jesús está dispuesto a morir para transformar nuestra vida”.
Compasión y no rigidez
El miércoles siguiente, 28 de mayo, el Papa abordó la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10). En ella se puede ver cómo la falta de esperanza puede deberse a que nos encerramos rígidamente en nuestro punto de vista. Esto es lo que sucedía a aquél doctor de la Ley que le pregunta a Jesús cómo se “hereda” la vida eterna, “utilizando una expresión que la considera como un derecho inequívoco”. También le pregunta quién es el “prójimo”.
En la parábola, ni el sacerdote ni el levita se detuvieron, aunque prestaban servicio en el Templo, quizá dando prioridad a volver a casa. “La práctica del culto –observa el Papa León– no lleva automáticamente a ser compasivos. De hecho, antes que una cuestión religiosa, ¡la compasión es una cuestión de humanidad! Antes de ser creyentes, estamos llamados a ser humanos”.
El samaritano se detuvo, expresando la compasión con gestos concretos, “porque –señala– si quieres ayudar a alguien, no puedes pensar en mantenerte a distancia, tienes que implicarte, ensuciarte, quizás contaminarte”.
Nos pregunta el sucesor de Pedro: “¿cuándo seremos capaces nosotros también de interrumpir nuestro viaje y tener compasión?” Y se adelanta a responder: “Cuando hayamos comprendido que ese hombre herido en el camino nos representa a cada uno de nosotros. Y entonces, el recuerdo de todas las veces que Jesús se detuvo para cuidar de nosotros nos hará más capaces de compasión”.
La justicia de Dios
La tercera parábola, en la que se detuvo el Papa el 4 de junio, fue la de los obreros en la viña (cfr. Mt 20). En ella se reflejan situaciones en que no encontramos sentido a nuestra vida, y nos sentimos inútiles o inadecuados. También aquí hay una figura, el dueño de la viña, que se comporta de manera insólita. Sale a buscar a sus obreros varias veces cada tres horas, pero también una hora antes del final de la jornada. ¿Qué sentido tiene esto?
Ese dueño de la viña, que es Dios, no ejerce la justicia del modo previsible, pagando a cada uno según el tiempo que ha trabajado. Porque para él “es justo que cada uno tenga lo necesario para vivir. Él ha llamado personalmente a los trabajadores, conoce su dignidad y, en función de ella, quiere pagarles. Y da a todos un denario”. Él quiere dar a todos su Reino, es decir, la vida plena, eterna y feliz.
Como los trabajadores de la primera hora, que se sienten decepcionados, también nosotros podríamos preguntarnos: “¿Por qué empezar a trabajar enseguida? Si la remuneración es la misma, ¿por qué trabajar más?”.
Ante esta pregunta replica el Papa León XIV: “Quisiera decir, especialmente a los jóvenes, que no esperen, sino que respondan con entusiasmo al Señor que nos llama a trabajar en su viña. ¡No lo pospongas, arremángate, porque el Señor es generoso y no te decepcionará! Trabajando en su viña, encontrarás una respuesta a esa pregunta profunda que llevas dentro: ¿qué sentido tiene mi vida?”.
Los movimientos eclesiales y sus carismas
Con motivo del Jubileo de los movimientos, asociaciones y nuevas comunidades eclesiales, el Papa se dirigió a ellos en tres ocasiones.
La primera vez fue en un discursos a los moderadores, el 6 de junio. Subrayó primero que la vida asociativa se sitúa al servicio de la misión de la Iglesia. A este respecto, evocó el decreto conciliar sobre el apostolado de los laicos, donde se pondera la importancia del apostolado asociado con el fin de un mayor fruto.
Señaló que los carismas son dones del Espíritu Santo que representan, junto con la dimensión jerárquica “una dimensión esencial de la Iglesia” (cfr. “Lumen gentium”, 4; Carta “Iuvenescit Ecclesia”, de 2016, n. 15).
En una segunda parte de su discurso, el Papa León insistió en la unidad y la misión como dos prioridades del ministerio petrino. Este ministerio debe ser fermento de unidad. Y los carismas de los movimientos tienen el sentido de servir a la unidad de la Iglesia como “fermento de unidad, de comunión y de fraternidad”. En cuanto a la misión, se trata de un aspecto, señaló, que “ha marcado mi experiencia pastoral y plasmado mi vida espiritual”.
Hoy los movimientos, ponderó, tienen un papel fundamental para la evangelización. “Se trata de un patrimonio que ha de fructificar, permaneciendo a la escucha de la realidad actual con sus nuevos desafíos. Poned vuestros talentos al servicio de la misión, sea en los lugares de primera evangelización o en las parroquias y en las estructuras eclesiales locales, para alcanzar a tantos que están lejos y que, a veces sin saberlo, esperan la Palabra de vida”.
Los carismas, concluyó, se centran en Jesús, son en función del encuentro con Cristo, de la maduración humana y espiritual de las personas y la edificación de la Iglesia y su misión en el mundo.
Unidad y sinodalidad
Al día siguiente, 7 de junio, el Papa presidió la vigilia de Pentecostés con los movimientos, asociaciones y nuevas comunidades. Por el Bautismo y la Confirmación, señaló, hemos sido ungidos con el Espíritu Santo, Espíritu de unidad, para quedar unidos a la misión transformadora de Jesús.
En segundo lugar, recalcó que somos un Pueblo que camina impulsado por el Espíritu santo: “Sinodalidad nos recuerda el camino –odós– porque donde está el Espíritu hay movimiento, hay camino” Y “el año de gracia del Señor, del que es expresión el Jubileo, tiene en sí este fermento”.
Y añade el sucesor de Pedro, uniendo los carismas de los movimientos con la sinodalidad y el cuidado de la casa común: “Dios ha creado el mundo para que nosotros estuviésemos juntos. ‘Sinodalidad’ es el nombre eclesial de esta conciencia. Es el camino que pide a cada uno reconocer la propia deuda y el propio tesoro, sintiéndose parte de una totalidad, fuera de la cual todo se marchita, incluso el más original de los carismas. Miren: toda la creación existe sólo en la modalidad del existir juntos, a veces peligroso, pero aun así juntos siempre”.
Desde ahí exhorta a los presentes en dos direcciones. Primero, a la unidad y la participación, la fraternidad y el espíritu contemplativo, con el impulso del Espíritu Santo.
Segundo, a que “estén ligados a cada una de las Iglesias particulares y a las comunidades parroquiales donde alimentan y gastan sus carismas. Cerca de sus obispos y en sinergia con todos los otros miembros del Cuerpo de Cristo actuaremos, entonces, en armoniosa sintonía. Los desafíos que la humanidad enfrenta serán menos espantosos, el futuro será menos oscuro, el discernimiento menos difícil, si juntos obedeciéramos al Espíritu”.
El Espíritu Santo abre las fronteras
Finalmente, el domingo día 8 de junio tuvo lugar la Misa en la solemnidad de Pentecostés, también con la presencia y participación de los movimientos.
Como en Pentecostés, el Espíritu abre las fronteras, ante todo, dentro de nosotros. “El Espíritu Santo viene a desafiar, en nuestro interior, el riesgo de una vida que se atrofia, absorbida por el individualismo”.
En segundo lugar, el Espíritu Santo abre las fronteras también en nuestras relaciones con los demás. “Cuando el amor de Dios mora en nosotros, somos capaces de abrirnos a los hermanos, de vencer nuestras rigideces, de superar el miedo hacia el que es distinto, de educar las pasiones que se sublevan dentro de nosotros”. Supera malentendidos, prejuicios, instrumentalizaciones y violencias. Hace madurar relaciones auténticas y sanas, y nos abre a la alegría de la fraternidad. Es esta una condición de vida en la Iglesia: el diálogo a la acogida mutua integrando nuestras diferencias, para que la Iglesia sea un espacio acogedor y hospitalario para todos.
Tercero, el Espíritu Santo abre las fronteras también entre los pueblos, nos pone a todos en camino juntos, abate los muros de la indiferencia y del odio, y nos enseña y recuerda el significado del mandamiento del amor.
“Donde hay amor no hay espacio para los prejuicios, para las distancias de seguridad que nos alejan del prójimo, para la lógica de la exclusión que vemos surgir desgraciadamente también en los nacionalismos políticos”.
Pero, concluye el Papa dirigiendo la mirada y la esperanza al Espíritu Santo: “¡Por Pentecostés se renueva la Iglesia y el mundo!”.