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¿Qué pasa después de la muerte?

La muerte no es el final, sino el paso hacia la vida eterna con Dios a través de la resurrección, el juicio y la purificación del alma.

Santiago Zapata Giraldo·16 de noviembre de 2025·Tiempo de lectura: 11 minutos
después de la muerte

Ascensión del Señor ©OSV/Báculo

Uno de los temas principales es “¿Qué pasa después de la muerte?” Muchas cuestiones sobre algo que es incierto a los ojos humanos, en cambio a los ojos de la fe se ve como aquel “volver a Dios” de donde hemos salido. 

La muerte como fin del ser humano

La muerte, ciertamente, le revela al hombre una “finitud” inminente de la que no puede escapar que es causa del pecado, ese morir lo abre también a otra realidad que se abandona su alma totalmente a la voluntad de Dios, el hecho de “fin” no se interpreta la pérdida total, sino un nacer a la vida nueva, eterna y verdadera.

El catecismo es claro, un fin pero también un inicio “Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre” (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es “salario del pecado” (Rm 6, 23; cf. Gn 2, 17). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección (cf. Rm 6, 3-9; Flp 3, 10-11. CEC 1006). 

Pero ¿Hasta aquí llega todo? La escatología cristiana enseña que tal como hemos salido de Dios, volveremos a Él como aquel primer principio de todo lo creado. Ahora bien, ¿qué pasa después de morir? Partamos de una primera idea, el hombre conoció el pecado, con el pecado vino la muerte, la finitud de su vida se hizo presente por sí misma. Con cristo todo cambia, todo vuelve a surgir con la esperanza de la resurrección total en Dios. Su muerte no es causa de un pecado, es causa de vida para aquellos que quieren la eternidad. 

Entendemos primeramente que el hombre debe morir, pero una muerte que trae vida, si entendemos que morimos para vivir eternamente con Cristo en el Cielo, esperando la resurrección de la carne, no como un eterno dormir, sino que nuestra alma verá a Dios. La fe en Cristo y la confesión en que por el vino toda la salvación, garantiza transitar el camino de la vida, y no morir eternamente “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11, 25) Cristo es el camino para la salvación, pero ¿vivir eternamente, que significa? La muerte no ha reinado sobre la vida, no logra destruir al hombre, subsiste el alma, más el cuerpo aguarda la resurrección. 

 “El alma racional es la forma propia del hombre” (S.T I, q, 76, c, 1, a 1) santo Tomas, afirma positivamente que el alma es forma del cuerpo, se entiende esto en tanto que existe la materia, si existe la materia “informada” que no posee forma, cuando adopta una forma que en nuestro caso es el alma, entonces puede avanzar hacia una perfección.

El alma viene de Dios, esto es algo evidente, al encontrar que no hay en la naturaleza, ni en la materia una cualidad propia que venga de la misma que explique los sentidos y la inteligencia que posee el hombre en comparación de otras criaturas. Si el alma viene enteramente de Dios y volverá a Él ¿para qué está el cuerpo? “para que el alma se perfeccione en el conocimiento de la verdad necesita unirse al cuerpo” (S.T I, q 76, c, 1, a 2) el alma para conocer la verdad de Dios necesita de un cuerpo, y el cuerpo necesita quien le de forma que es alma. 

Entender la muerte como final, es una idea que negaría la acción de Cristo en el mundo, vivir con la esperanza de la resurrección es vivir conforme a lo que Dios quiere, esa Pascua eterna en la que veremos a Dios “tal cual es” (cf. 1Jn 3,2) 

La esperanza cristiana en la resurrección

“Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40)” (CEC 989). La resurrección no significa solamente la vida terrena (con un Cielo nuevo y Tierra nueva) sino, una transformación total de ser humano en la gloria de Dios, donde ya la corrupción del pecado (la muerte) no tenga espacio entre los hombres “solo al final del mundo recibirán los hombres la eficacia de la plena resurrección, a saber, la superación de la muerte como castigo del pecado, cuando Cristo resucite con su poder a todos los muertos” (Gerhard Müller “la resurrección futura” Dogmática, teoría y práctica de la teología).

La resurrección de los cuerpos, en un cuerpo glorioso, unido a Dios, de donde hemos salido, la consumación de la creación se da cuando suceda la aparición gloriosa del Señor. Donde el amor de Dios abarca todo y a todos, en un mismo amor que vence incluso la muerte.

No significa un retorno a la vida de la misma forma en el que estamos ahora, esto llevaría a una teoría reencarnación que negaría totalmente el misterio de la redención por el hecho de que nuestra vida volvería a empezar de cero, el hecho de profesar que volveremos a un cuerpo que no es el nuestro, y volveremos a “empezar” trae consigo muchos negaciones a la fe, es afirmar además que existen millones de ciclos de muerte, además de esto; negaríamos totalmente la acción completa del hombre, donde solo se revestiría de un cuerpo.

El catecismo (1013), dice textualmente: “La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin “el único curso de nuestra vida terrena” (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hb 9, 27).

No hay «reencarnación” después de la muerte”. Afirmar la reencarnación es negar la unión del alma y del cuerpo, porque si pensamos que el alma buscara después de usar el cuerpo es porque no estaba unido a él, y esto llevaría a ver el cuerpo simplemente como una “cárcel” de la cual se escapa al morir y volver a empezar con la misma alma. De igual forma, la reencarnación llevaría a pensar que nunca veríamos a Dios, no existiría la visión beatifica y nuestra esperanza estaría nula, ya que es una continua supervivencia en diferentes cuerpos. 

La fe en la resurrección de los muertos es incompatible con la reencarnación, pues no somos como un ser anónimo, sino una persona, unidad que esta llamada por Dios a vivir con Él, la resurrección es una transformación divina. Y si la resurrección viene de Cristo es porque nuestra alma y cuerpo son personales, naturalmente unidas, que forman un ser unido y único que es amado. Por lo tanto, afirmar la reencarnación seria negar la acción de Dios, de igual forma la redención de cada persona por el misterio de la Cruz.

El juicio

“Ha de venir a juzgar vivos y muertos” estas palabras que repetimos en las solemnidades, tienen un trasfondo de esperanza. En el Evangelio de Juan que leemos: “El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios” (3, 18) Cristo no condena: Él es la pura salvación. Siendo así, la pura salvación es la propia persona quien se juzga, bien lo leemos del apóstol Juan, “ya está juzgado” el juicio también nace de un libre albedrio.

El aceptar a Cristo, con todo lo que conlleva, es llegar a la salvación; el alejarse de Dios trae consigo la separación del Bien y por lo tanto la condenación. Joseph Ratzinger afirma que: “El juicio consiste en la caída de las máscaras que implican la muerte” (“Escatología la muerte y la vida eterna”).

La idea de juicio, en la concepción cristiana, introduce un cambio radical respecto de la noción de condenación eterna: es Dios quien se hace hombre, el que puede juzgar y que también lo hace es el mismo que busca al hombre, para que conozca la verdad, para que se aleje de las sendas de muerte y viva eternamente con Él en el Cielo. Por lo tanto, el hombre en sus decisiones es quien se hace juez de sí mismo, Cristo no niega caminar por las sendas de su verdad. Él, que hizo carne y habito entre nosotros, manifestó durante su vida terrenal el plan divino de la salvación, anunciando el Reino. 

Jesús no solo habla del Reino, sino que Jesús es el Reino de Dios “Igualmente vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios” (Lc 21, 31) El Reino ha llegado, es una persona, es Cristo mismo, por la cual accedemos al Padre. Sigue actuando, no como un futuro, sino como un “ahora” por el Espíritu Santo: “Jesús es el reino no meramente en su presencia física, sino mediante la irradiación del Espíritu Santo” (Joseph Ratzinger “Escatología, la muerte y la vida eterna”). Actúa en el mundo, se mantiene en la Eucaristía como realidad permanente de lo que un día esperamos ver en todo su esplendor, ya no como apariencia de pan. La liberación del hombre por medio de Cristo instaura el señorío de Dios en el mundo, y por esa acción de Dios en el mundo, Cristo es el Reino de Dios. 

Infierno, Cielo y purgatorio. 

Encontramos en las realidades donde el alma se puede encontrar después de morir. El infierno, del cual es la separación total de la criatura de Dios, que respeta la libertad de su creatura, por lo tanto, existe también que se condenen por su propio libre albedrio. El “sí” del hombre al amor de Dios para que llegue a la salvación es ciertamente una respuesta mutua. Cristo baja al infierno, pero no trata a los hombres como quien no puede, no como infantes, sino que los hace responsables de su libertad, les deja el derecho de su condenación. 

El darlo todo del cristiano, el “apostarlo” todo por su salvación, con la vista en el Cielo, el tomárselo en serio por su propia alma. Joseph Ratzinger menciona: “Dios sufre y muere, lo malo para Él no es lo irreal. Para Él, que es amor, el odio no es pura nada. Él supera el mal no por la dialéctica de la razón universal, que puede convertir todas las negaciones en afirmaciones. No supera el mal en un viernes santo especulativo, sino en un totalmente real” (Escatología, la muerte y vida eterna).

El mal existe, quiere que Dios no reine en el mundo, es una presencia real, que no puede ser ignorada o transformada mediante conceptos. Hegel intenta resolver el mal en ideas, donde desarrolla que el mal como momentos necesarios para el desarrollo de la conciencia, se vuelve una idea.  No afirma que el mal desaparezca, en un sentido histórico. Dios supera el mal, no como una idea, o dialécticamente, sino en un evento concreto y real, con el sacrificio del cordero.

Cuando el mal se pone en concreto, Dios responde con el descenso de Jesús para liberar del lugar de los muertos. Esa es su respuesta de amor. El alcance de la liberación, solo se puede ver a través de la fe, pero que acompaña a Jesús, que se sumerge en su persona, una experiencia espiritual que se vuelve existencial: “no hay hombre que pueda mirar o, a lo más, solo puede mirar en la medida en que se adentra también el en esa oscuridad mediante una fe que sufre” (Joseph Ratzinger, escatología, la muerte y vida eterna). Es vivir la “noche oscura” que dice san Juan de la Cruz, es vivirla a la luz de la redención de Cristo, del sufrimiento por la salvación de las almas, el trono de Cristo es su cruz, nuestra salvación es la Cruz de Cristo. 

El purgatorio

El catecismo de la Iglesia nos explica una centralidad de lo que se puede definir como purgatorio: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo” (CEC 1030) La imperfección de los hombres se extiende hasta el ultimo momento de su vida terrena, donde su alma pasa a la “purificación” donde tiene que entrar sin tacha a la presencia de Dios. Purificados para hacer nuestro cuerpo, conforme al de Cristo. 

El entrar en esta realidad, nos hace entrarnos al tiempo de Dios, donde no hay leyes físicas que puedan medir el paso por el purgatorio. No es un campo de tortura en otro mundo, es un proceso necesario ya que se hace capaz de Dios, de Cristo y se une al coro de los ángeles para alabar al Señor, “el oro se acrisola a fuego” (1Pe 1,7) donde tenemos que purificarnos, pasar por el fuego que nos haga imagen completa de Cristo, donde es realmente ahí es donde ocurre la liberación, donde todo el pecado que puede tender es purificado por la gracia. La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. (CEC 1031).

Podríamos afirmar que nos encontramos en una “sala de espera” donde nuestra alma no se encuentra completamente perdida, sino que quiere ver a Dios. Los que aun peregrinamos en la Tierra, esta Iglesia militante, ayuda a la Iglesia purgante rezando por aquellos que han muerto, que confiamos a la misericordia de Dios, esta ayuda, especialmente con el sacrificio de la eucaristía, ayuda a los fieles a rezar por el alma de lo que queremos que vean a Dios, para que ellos también intercedan como Iglesia triunfante por nosotros. 

El Papa Benedicto XVI afirma: “Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse” (Spe salvi n. 47) el fuego de amor es el que purifica, saber que estamos configurándonos con Cristo, que lo intentamos en la Tierra y que ahora solo viviremos con Él en el Cielo es la muestra del amor infinito de Dios. Ciertamente dolorosa, pero que trae libertad, por la cual podemos ser nosotros mismos, tal cual somos donde ya no habrá nada oculto que no se haya revelado. 

El Cielo

Vivir en el Cielo es «estar con Cristo» (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven «en Él», aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17). La esperanza del Cielo que tantas veces en la Tierra pensamos, que podemos imaginar como una continua ver a Dios. Incorporados por Él, Jesús nos abre el Cielo, cuando baja al sheol (lugar de los muertos) donde iban todos los muertos, en la espera de la liberación del mesías.

Cristo baja a la morada de los muertos, como cumplimiento de la salvación, baja para que todos llegue la voz del Padre, para que todos vivan. Jesús abre el Cielo, desciende a la muerte, y así conociendo también la muerte, es enviado a anunciar la salvación, ya que todos: vivos y muertos están inscritos en el plan salvífico de Dios. Las almas de los justos antes de Cristo esperaban en el seno de Abraham y eso nos recuerdo a la parábola del rico epulón (cf. Lc 16, 19-31): Lázaro como un pobre y justo que sufrió en este mundo, esperaba en el seno de Abraham, a que llegara el Mesías. 

Ahora bien, muchas concepciones de ver la escritura traen de nuevo la idea del sheol donde la propia interpretación, a la luz de su propia razón explica que esperaremos en un estado de sueño, esto después de morir, esto especialmente viene de grupos del siglo XIX. Si traemos de nuevo la idea de un “sueño” a la espera de la parusía de Cristo, esto llevaría a que la acción de Cristo no es redentora, sino solo de un mensaje que no trae consigo acción.

Por Cristo, con Él y en Él hemos sido redimidos, se nos ha abierto el Cielo. Si entendemos el descenso al lugar de los muertos como la soledad sin Dios, Cristo penetra con su amor completamente para dar vida. Da vida, la separación total de Cristo es el infierno, nuestra alma no pasa a dormir hasta que vuelva Cristo, si no que es juzgada. Por lo tanto, pensar de nuevo en una idea de “sheol” trae consigo el no creer en que Cristo abrió el Cielo. 

El Cielo esta abierto, sabemos que ya está la Iglesia triunfante, por los santos, anónimos y los reconocidos por la Iglesia, los mártires, con santa María, viendo y adorando continuamente a Dios en sus tres personas. Si existe Cielo es porque el mismo Cristo se ha hecho hombre, ha muerto y resucitado. El Cielo es la participación del cuerpo de Cristo, llevar a cabo la vocación por la cual somos bautizados. La unidad entre Dios y los hombres. Todos unidos con otros, la comunión de los santos que unidos a Cristo como cabeza, este es el Cielo, cuando vuelva el Señor y todo el cuerpo este unido con su cabeza, unido en uno solo, en la unidad, ese día que ha de venir, ese día solo habrá alegría y jubilo.

Santa María y el Cielo

Santa María, la madre de Dios, que es la gran intercesora, en nuestra vida aquí en la Tierra, pero también cuando llegue el momento de nuestra purificación. Ella que fue asunta al Cielo por el poder de Dios, en cuerpo y alma, su totalidad. “El enunciado central del dogma de la Asunción dice que dado que María tuvo, en la fe y en la gracia, una vinculación tan singular con la obra redentora de Cristo participa también de su forma resucitada como la primera criatura plena y absolutamente redimida” (Gerhard Müller, “Dogmática, teoría y práctica de la teología”).

María goza de modo singular una intercesión mas completa gracias a su vinculación con la obra redentora, al ser el prototipo y modelo de los redimimos de su hijo, ya que está configurada más plenamente con Él. A ella como Señora de la Merced (de la Misericordia) acudimos todos los días, en las oraciones diarias, en el Sacrificio del altar para que nos alcance las gracias de poder llegar un día a contemplar a su hijo.

El autorSantiago Zapata Giraldo

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