Desde Gonzalo de Berceo, el cantor de la Gloriosa en el siglo XIII, la poesía mariana ha perdurado hasta nuestros días. Poetas de profundas raíces católicas han sabido mantener viva esta llama de amor a la Madre de Dios, preservándola encendida en la literatura española a lo largo de los siglos.En épocas pasadas fueron principalmente los clérigos quienes expresaron en verso su devoción a la Virgen, ya que la cultura estaba en sus manos. Sin embargo, con el paso de los años, poetas y dramaturgos del mundo secular han creado bellísimas composiciones en las que la figura de la Virgen María ha ocupado un lugar central, único.
Sin retroceder demasiado en el tiempo, en el siglo XX sobresalen nombres como José María Pemán, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, el primer Rafael Alberti, Ernestina de Champourcín o Miguel Hernández. Tras la Guerra Civil del 36, esta tradición fue continuada por una extensa lista de poetas, entre los que se encuentran Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Leopoldo Panero, Rafael Montesinos, Luis López Anglada, Francisco Garfias, Pablo García Baena, María Elvira Lacaci o Alfonsa de la Torre. La nómina es amplia y notable.
No obstante, aunque en las últimas décadas la poesía de temática mariana sigue latente, son pocos los poetas -y menos aún las poetas- que la mantienen entre sus preferencias, incluso entre aquéllos -y aquéllas- de convicción católica. Lo que fue un caudal, hoy se ha convertido en un arroyo en el que apenas un puñado de voces líricas enarbola una poesía de inspiración mariana. No me refiero aquí a la de asuntos navideños, que continúa escribiéndose con aire festivo y en la cual María aparece como parte de la “trinidad terrenal” junto a Jesús y José, sino a aquélla en la que Nuestra Señora destaca y brilla con luz propia.
Un punto de inflexión
El año 1930 marca un punto de inflexión: son bastantes menos los poetas seculares de calidad nacidos a partir de entonces que canten a la Virgen María. Con todo, si se ahonda en el hecho literario mariano, se descubren voces sumamente interesantes. Baste citar a María Victoria Atencia, Manuel Ballesteros, José Antonio Sáez, José Julio Cabanillas, los hermanos Jesús y Daniel Cotta, los hermanos Enrique y Jaime García-Máiquez, Carlos Pujol, Mario Míguez, (estos dos últimos ya fallecidos), Luis Alberto de Cuenca, Sonia Losada y Julio Martínez Mesanza; además de autores que han publicado algún que otro poema esporádico, como Pablo Moreno, Gabriel Insausti, Julen Carreño, Beatriz Villacañas o Andrés Trapiello. Las razones de tal declive son diversas y rebasan los límites de este artículo; a grandes rasgos, puede decirse que son la consecuencia de la secularización de la cultura que, como es lógico, alcanza también a la lírica.
Modos de mirar
Dentro del ramillete de autores citados, los hay que se consideran juglares de la Virgen, tal es el caso de Jesús Cotta, de formación clásica, quien la representa destacando la variedad de calificativos y cometidos que ella realiza, dentro del más genuino monoteísmo cristiano: “Oh madrina del cosmos, capitana del barco /que rescata rameras de las garras del chulo / con tu límpido ejército de niños no nacidos, / Notre Dame de los coptos, sobre la Media Luna, / que te muestras en sueños a muchachas con velo /y el sol mueves en Fátima, lloras sangre en Akita, / y al poseso liberas con un beso en la frente”.
De manera similar, Luis Alberto de Cuenca, también de formación clásica, la ensalza utilizando apelativos inhabituales y atrevidos, algunos inspirados en el politeísmo griego: “Diosa Blanca, María, Madre del orden / cósmico, soberana del abismo, / vientre sagrado y primeval, mandorla / de donde nace todo, adonde todo / se reintegra”. Por el contrario, José Julio Cabanillas adopta un tono más sereno y simbólico para dirigirse a ella: “Señora de las viñas, señora de los montes, / señora de la niebla, señora de los gallos (…), señora del lucero, (…) Señora de los vientos”.
Por su parte, Julio Martínez Mesanza la celebra con una letanía que subraya su pureza y sencillez: “niña de las montañas deslumbrantes; / niña de las montañas transparentes; / niña de los azules imposibles; / niña de los azules que más valen; / niña de los comienzos diminutos; / niña de la humildad recompensada; / lluvia fuerte que arrastra la miseria; / lluvia limpia que lava nuestras almas”.
En contraste con estos enfoques solemnes y simbólicos, otros autores se dirigen a ella desde una perspectiva más cotidiana e íntima, rozando la confidencialidad. Así lo hace José Antonio Sáez: “Buenos días, Señora: Gracias por permitirme / vivir otra jornada el sol que nos alumbra / y da vida a los seres que la luz anhelamos”. O la asocian al rezo del avemaría, aprendido en la infancia y repetido en el hogar o la escuela. Es el caso de Andrés Trapiello, quien en su largo y hermosísimo poema Virgen del Camino revive la experiencia de esta oración que, aunque su lado racional pone en duda su práctica, halla en ella un refugio que le brinda protección y calma frente al paso del tiempo y el misterio de la muerte.
Otros poetas, en cambio, la evocan a partir de escenas de los Evangelios o inspirados en alguna pintura sobre la Virgen María que les conmueve. En estos poemas, ella misma se convierte con frecuencia en personaje que reflexiona sobre su aceptación de la voluntad de Dios. Así ocurre en el poema Annunziata de María Victoria Atencia: “Tu mensajero vino y me habló brevemente; / déjame una quietud que siga a su recado. / Descalza en los umbrales de la aurora me tienes:/ recogeré mi pelo y dispondré mi cuarto. /Por el otero asoma tu ternura impaciente. Te conozco a su luz. Date prisa. Te aguardo”. O en La visita, de José Julio Cabanillas, donde la Virgen rememora el momento en que el arcángel Gabriel la visitó: “Así fue mi alegría, mi estupor y mi miedo. / El visitante dijo cosas de mucho gozo”.
Lo cierto es que, en todas estas expresiones líricas, Nuestra Señora adquiere un papel preponderante, insustituible. Más allá de las peticiones y súplicas que laten en muchos de estos versos -”te rogamos”, “ruega”, “ampáranos”, “intercede”, “guíanos”-, se la reconoce no sólo como Virgo Potens, Virgen poderosa, sino, sobre todo como madre, revestida de todas las prerrogativas que su figura comporta.
Madre de los poetas
Esa referencia maternal a la Virgen María se suele asociar con el despertar espiritual que remite a los recuerdos de la infancia. José Antonio Sáez lo expresa claramente: “en ti veo a mi madre”, un sentimiento compartido por otros poetas como Martínez Mesanza, que la llama “dulce madre”, o Luis Alberto de Cuenca, quien se dirige a ella como “Madre mía”. Esta percepción de María surge, con frecuencia, de la seguridad que transmitía especialmente el rezo del avemaría en la infancia, como ya vimos, dejando una profunda huella en los corazones, incluso en aquellos niños que aún no comprendían plenamente a quién dirigían sus oraciones.
Aunque la mayoría de estos poetas no mantiene una visión teológica precisa sobre el papel de la Virgen en la historia de la Redención del género humano -los poemas no suelen ser por lo regular el lugar oportuno para desarrollarla-, la figura de María evoca un trasfondo emocional intenso. Esto da lugar a versos llenos de esperanza, como los de Luis Alberto de Cuenca: “Dicho esto, y repitiendo el nombre de la Virgen / y de su Hijo glorioso, me dispongo a adentrarme, / sin temor ni consuelo, en los dominios / de la noche perpetua”, o los de Jesús Cotta: “donde siempre eres lo último que pronuncio al morirme”.
Como señaló el poeta mexicano Octavio Paz, el ser humano tiene “sed de presencia”, una búsqueda profunda de una figura que ofrezca consuelo, protección y guía en medio de las incertidumbres de la vida. Esta necesidad se manifiesta claramente en los autores mencionados, quienes sienten una intensa pulsión hacia María. Para ellos, la Virgen no es tanto una entidad teológica (para quienes lo es), sino una compañía cercana y maternal que brinda apoyo, reconforta y alivia. Se constata continuamente en sus versos, donde se expresa un anhelo constante de retorno a un amor primigenio y absoluto.
Así, María se convierte en el vínculo entre lo humano y lo divino, en una manifestación de esa sed de presencia que busca trascender lo efímero y alcanzar lo eterno.