Aunque nadie pone en duda la trascendencia de la obra de Rainer María Rilke, su personalidad ha sido igualmente decisiva en el interés que despierta su universo poético. En él confluyen vivencias que alimentaron su biografía y su sensibilidad creadora: la compleja relación con su madre, la influencia de diversas mujeres, la reinvención de su identidad —del cambio de nombre a la invención de una nobleza ficticia— y su constante itinerancia por Europa. Nacido en Praga, eligió el alemán como lengua literaria y, en ocasiones, el francés.
Más allá de esas circunstancias, su escritura se sostiene en una convicción esencial: “El creador debe ser un mundo para sí mismo, y encontrarlo todo en sí y en la naturaleza a la que se ha adherido”, como expresó en la primera de sus Cartas a un joven poeta, donde resume su ideal de vida interior y su ética del arte: silencio, paciencia y fidelidad a uno mismo. En la tercera de esas cartas se lee: “Vaya a su interior. Investigue el motivo que le impulsa a escribir (…) ¿moriría usted si le fuera negado escribir?”. No se trata de escribir para ser leído, sino para ser.
Una espiritualidad sin dogma
Desde esa premisa, su poesía busca convertir la existencia en sustancia espiritual: transformar lo vivido —el amor, la muerte, la soledad— en revelación. De ahí su condición de poeta metafísico, referencia para quien se atreve a mirar hacia dentro.
Aunque no fue un autor católico en sentido estricto, su obra conserva una huella cristiana reinterpretada. Como observó Gonzalo Torrente Ballester: “El pensamiento rilkiano, aun no siendo católico, supone el catolicismo. Lo supone históricamente, como realización cultural (…). Es un cristianismo sin Cristo”. En Rilke, Dios no es una presencia externa, sino una creación del alma; una realidad interior que surge de la experiencia humana y se eleva a través de la palabra poética.
A lo que añade el propio Torrente Ballester: “La poesía de Rilke, su prosa, sus cartas, se refieren frecuentemente a Dios; pero Dios, para Rilke, es algo que el hombre va haciendo. Invirtiendo los términos bíblicos, el hombre, según Rilke, va haciendo a Dios a su imagen y semejanza. Este pensamiento no es privativo de Rilke. (…) Lo encontramos en Scheler, en Unamuno, en Antonio Machado. De un Dios así, Cristo no puede ser el Verbo”.
Ese contexto es clave para comprender su espiritualidad, que hereda símbolos cristianos, pero reformulados desde dentro, despojándolos de dogmas. Lo divino no es una presencia externa, sino una construcción del alma, una realidad que brota de la experiencia humana y se eleva mediante la palabra poética.
Elegías de Duino
Uno de los momentos culminantes de su obra lo constituyen las Elegías de Duino (1923), escritas a lo largo de más de una década y nacidas, según el propio autor, de una experiencia visionaria frente al mar Adriático. En ellas, la figura del ángel actúa como símbolo central: no el ángel bíblico, sino un ser de intensidad insoportable, imagen de lo absoluto, que aterra al yo poético por su perfección. En la primera elegía se lee: “…Todo ángel es terrible. / Y así me contengo, sofocando el reclamo / de un oscuro sollozo, ¡Ay! ¿A quiénes / podemos / recurrir entonces? A los ángeles no, a los seres humanos tampoco…”.
Esta tensión entre el anhelo de lo trascendente y la imposibilidad de sostener su fulgor resume su drama espiritual: el deseo de lo eterno frente a la fragilidad humana. Su poesía habita así esa linde entre la tierra y lo que la desborda. No ofrece certezas, pero sugiere revelaciones. En lugar de consuelo, propone una aceptación radical del misterio, ya que “lo bello no es más / que el comienzo de lo terrible”.
Existir en el canto
Otro ejemplo esencial son los Sonetos a Orfeo (1923), compuestos en pocos días como tributo a una joven fallecida. El ciclo celebra la potencia transformadora del canto, encarnada en Orfeo, capaz de domesticar la muerte con su lira. En el soneto II, Rilke escribe: “El canto es existencia. Para el dios, cosa fácil. / Pero nosotros, ¿cuándo somos?”. Aquí se condensa una idea clave: cantar —crear, decir el mundo— no es un acto estético, sino ontológico. Para el dios, existir no cuesta; para el humano, vivir y cantar son tareas casi heroicas. La poesía, entendida de esa forma, no es adorno: es resistencia y entrega.
A ello se suma lo que podría llamarse una poética del instante: la idea de que lo efímero contiene lo eterno si se sabe mirar. En una carta escrita en 1921, Rilke anota: “Hay que amar lo efímero. En ello se esconde lo eterno”. Esta actitud frente al tiempo lo aleja tanto del nihilismo como de la esperanza trascendente. Para Rilke, la redención está en vivir plenamente, en transformar cada experiencia en conciencia, y cada conciencia en palabra.
La pantera
Quizás ningún poema suyo sintetice mejor que La pantera esa tensión entre la prisión de lo visible y el anhelo de lo invisible. El animal, encerrado tras los barrotes de su mirada, gira en círculos, ajeno al mundo exterior, pero con un fondo de fuerza latente que aún vibra: “Sólo a veces se alza el telón de sus párpados / mudo. Una imagen viaja hacia dentro, / recorre la calma en tensión de sus miembros / y, cuando cae en su corazón, se funde y desvanece”. Al igual que la pantera, el poeta habita en una jaula: la del lenguaje, la de su época, la de su cuerpo. Pero desde ese espacio, como Rilke nos enseña, puede alzarse -aunque sea por unos instantes- hacia lo eterno.
La pantera
En Le Jardín des Plaintes. Paris)
Su mirada se ha cansado de tanto observar
esos barrotes ante sí, en desfile incesante,
que nada más podría entrar ya en ella.
Le parece que sólo hay miles de barrotes
y que detrás de ellos ningún mundo existe.
Mientras, una y otra vez, avanza dibujando
con sus pisadas círculos estrechos,
el movimiento de sus patas hábiles y suaves
va mostrando una rotunda danza
en torno a un centro en el que sigue alerta
una imponente voluntad.
Sólo a veces se alza el telón de sus párpados
mudo. Una imagen viaja hacia dentro,
recorre la calma en tensión de sus miembros
y, cuando cae en su corazón, se funde y desvanece.




