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La catedral de Santiago: doce siglos de historia, arte y peregrinaciones

La historia de Compostela es tan rica como antigua. Desde que el obispo de Iria Flavia Teodomiro, observase las luminarias que indicarían el lugar de los restos del Apóstol Santiago, han pasado mil doscientos años de personajes, sucesos, ceremonias y remodelaciones que han configurado la catedral que conocemos hoy.

RAMÓN YZQUIERDO PEIRÓ·25 de julio de 2025·Tiempo de lectura: 11 minutos

La Historia Compostelana, escrita en la primera mitad del siglo XII por orden del arzobispo Gelmírez, describe el descubrimiento del sepulcro del apóstol Santiago del siguiente modo: “Varones de gran autoridad… refirieron como habían visto muchas veces de noche ardientes luminarias en el bosque… y también que un ángel se había aparecido allí frecuentes veces… fue él mismo al lugar y vio por sus propios ojos las luminarias… entróse aceleradamente en el mencionado bosquecillo y … halló en medio de malezas y arbustos una casita que contenía en su interior una tumba marmórea… pasó… a verse con el rey Alfonso el Casto… y le notificó exactamente el suceso… el rey…vino… y restaurando la iglesia en honor de tan gran Apóstol, cambió el lugar de la residencia del obispo de Iria por este que llaman Compostela…”. Este acontecimiento, que habría tenido lugar entre los años 820 y 830, en tiempos del obispo Teodomiro de Iria Flavia, marca el comienzo de una historia que cumple los mil doscientos años y que ha estado marcada por personajes, sucesos, ceremonias, remodelaciones, etc. que han ido configurando el edificio destinado a albergar y dar culto a los restos del apóstol Santiago el Mayor. 

Las primeras basílicas

La tradición jacobea se ocupa de narrar el viaje milagroso de los restos de Santiago el Mayor, tras su martirio en Jerusalén, hasta el noroeste de la península Ibérica, en la diócesis de Iria Flavia, en donde, aprovechando un mausoleo romano prexistente, fueron enterrados por sus discípulos Teodoro y Atanasio. El lugar de enterramiento, en el Monte Libredón, quedó en el olvido hasta que, en el siglo IX, fue descubierto, dando origen al fenómeno jacobeo. 

Cuando el rey Alfonso II tuvo noticia del descubrimiento de los restos de Santiago mandó que se construyera en ese lugar un templo para acoger el sepulcro. Se trataría de una construcción sencilla, de una sola nave, condicionada, en su cabecera, por las dimensiones y ubicación del referido mausoleo romano que lo cobijaba. Pocos vestigios arqueológicos se han recuperado de este primer templo de Santiago en el entorno de la tumba apostólica y, sin duda, entre ellos, el más destacado es la Lauda sepulcral del obispo Teodomiro, fallecido, como consta en su inscripción, en el año 847 y que fue hallada en unas excavaciones arqueológicas realizadas en el año 1955. 

El templo de Alfonso II pronto se quedó pequeño para acoger a los peregrinos que comenzaban a llegar. A ello se sumaba un claro interés, por parte de la monarquía asturiana, por consolidar en este lugar un punto de referencia para el cristianismo, al que dotaron de privilegios y regalos; de forma que, por mandato de Alfonso III se inició la construcción de una nueva iglesia para acoger las reliquias de Santiago, la cual sería consagrada en el año 899. De nuevo, aunque seguía los postulados del prerrománico asturiano, el mausoleo prexistente condicionaría las dimensiones de la nave central, de gran amplitud, frente a lo inusualmente estrechas de las dos laterales. Llamaba, así mismo, la atención, el amplio pórtico occidental con el que contaba la iglesia, del que, en las excavaciones arqueológicas realizadas en los años centrales del siglo XX, se descubrió su acceso, junto a otros elementos arquitectónicos. 

En el año 997, la iglesia de Santiago fue destruida por el ejército musulmán a las órdenes de Almanzor, quien, sin embargo, según las crónicas, respetó el sepulcro. De inmediato, el templo fue reconstruido por impulso de Bermudo II y del obispo San Pedro de Mezonzo, incorporando nuevas influencias estilísticas, de forma que, en los primeros años del siglo X, el templo estaba nuevamente operativo y, así se mantendría hasta que, el avance en la construcción de la nueva catedral románica, acabaría por sepultarlo bajo sus cimientos en el año 1112. 

El comienzo de la catedral románica

El auge que alcanzaron las peregrinaciones a Compostela a lo largo de los siglos X y XI, unido al fuerte apoyo recibido por parte de la Iglesia y la Monarquía, llevaron a la construcción de una catedral, cuyas obras se iniciaron, hacia el año 1075, una vez resueltos los problemas de espacio con la vecina comunidad de Antealtares, que se ocupaba entonces del cuidado y atención del culto y del sepulcro, por su extremo oriental. El llamado Códice Calixtino, escrito en época del arzobispo Gelmírez por el Scriptorium compostelano, recoge el dato de que “los maestros canteros que empezaron a edificar la catedral de Santiago se llamaban don Bernardo el Viejo, maestro admirable, y Roberto, con otros cincuenta canteros poco más o menos que allí trabajaban asiduamente”, algo que recientes investigaciones parecen confirmar, aunque con diversos matices. 

Una inscripción en la capilla del Salvador y sendos capiteles ubicados en su entrada dan fe de que la construcción de la catedral se inició por este lugar en tiempos del rey Alfonso VI y del obispo Diego Peláez. Esta primera etapa constructiva se prolongó hasta el año 1088 y en ella se llevaron a cabo los tramos centrales de la girola y sus respectivas capillas, desarrollándose, principalmente en sus capiteles, de influencia francesa, un completo programa iconográfico concebido por el propio prelado. 

A partir del año 1088 se produjo, cuando menos, una cierta ralentización en los trabajos causado por el enfrentamiento entre el rey y el obispo que llevó a su encarcelamiento y posterior exilio. El taller que comenzó la construcción de la catedral acabaría disolviéndose y, hacia 1094, de la mano de un nuevo maestro, Esteban, se recuperó el ritmo constructivo desde una nueva perspectiva artística, variándose las proporciones del proyecto inicial y continuando con las obras por el resto de capillas de la girola. 

Esta segunda fase se prolongaría hasta el año 1101, en que con el nombramiento de Diego Gelmírez como nuevo obispo de Compostela se iba a iniciar una fase decisiva para la catedral. Al tiempo que Gelmírez daba comienzo a su proyecto, el Maestro Esteban se trasladaba a Pamplona para dirigir los trabajos de construcción de su catedral. 

La catedral del arzobispo Gelmírez

Tras haberse formado en la propia catedral y haber tenido responsabilidades en la administración de la diócesis, en el año 1101, Diego Gelmírez fue consagrado obispo de Compostela, iniciándose con ello una época crucial en la historia de la catedral y de la ciudad, todo ello, siguiendo el iter marcado por este prelado, que contaba con una sólida formación e importantes relaciones personales, entre las que se contaban los miembros de la dinastía de Borgoña y la poderosa Orden de Cluny. Gracias a todo ello, Gelmírez concibió un ambicioso proyecto para convertir a la catedral en una segunda Roma, situada en el noroeste de la Península Ibérica y bajo la protección del apóstol Santiago el Mayor, cuyos restos se veneraban bajo el altar de esta nueva catedral. 

En primer lugar, Gelmírez consiguió del Rey el privilegio de acuñación de moneda, lo que le iba a permitir contar con los recursos económicos para afrontar su proyecto, que, a continuación, se centró en el transepto, sus fachadas historiadas y un nuevo altar de Santiago, actuaciones para las que contó con una serie de maestros de procedencia foránea que no solo trajeron aquí nuevos modelos e influencias, sino que los desarrollaron y adaptaron de tal manera que Compostela se convirtió en vanguardista centro artístico de referencia en su época. 

Tal fue la implicación de Gelmírez en el proyecto que la Historia Compostelana, crónica de su episcopado que él mismo mandó escribir, llega a nombrarle sapiens architectus, es decir, autor intelectual de las obras; las cuales avanzaron a buen ritmo, de forma que, en 1105, se consagró el nuevo altar sobre el sepulcro apostólico, para el cual se modificó el antiguo mausoleo que, hasta ese momento, se había respetado; y en 1112, acabó por suprimir por completo la antigua basílica de Alfonso III, que hasta entonces había coexistido con las obras de construcción de la catedral. 

Hábil político y gestor, su episcopado supuso toda una transformación en la organización de la iglesia compostelana, creando un nuevo cabildo de canónigos regulares que se iban a ocupar de la atención del culto de Santiago; entre ellos, a la manera de Roma, con un colegio de siete cardenales, de los cuales, uno de ellos se ocupaba en exclusiva de la atención litúrgica a los peregrinos. 

De la mano del Papa Calixto II, el cluniaciense Guido de Borgoña, hermano de quien había sido Conde de Galicia, Raimundo de Borgoña, Gelmírez alcanzó el rango de Arzobispo y, Compostela, el de sede metropolitana en el año 1120, consolidando, de este modo, la importancia de la catedral y propiciando un período de esplendor en las peregrinaciones a Santiago. 

Para conocer cómo era esa catedral gelmiriana contamos con la minuciosa descripción que se hace de ella en el Libro V del Liber Sancti Iacobi, el Códice Calixtino, que, a modo de resumen, señala que “en esta iglesia, en fin, no se encuentra ninguna grieta ni defecto; está admirablemente construida, es grande, espaciosa, clara, de conveniente tamaño, proporcionada en anchura, longitud y altura, de admirable e inefable fábrica, y está edificada doblemente, como un palacio real. Quien por arriba va a través de las naves de triforio, aunque suba triste se anima y alegra al ver la espléndida belleza de este templo”. 

Tras completar el transepto y sus fachadas monumentales, en las que se desarrollaba, en sus relieves marmóreos y graníticos, -realizados por una serie de grandes maestros hoy renombrados con sus obras principales-, un completo programa iconográfico unitario centrado en la historia de la Humanidad; y de hacer frente, entre otras cosas, a dos revueltas del pueblo de Santiago contra su prelado, que causaron importantes daños en una catedral, todavía, en construcción, las obras prosiguieron durante el episcopado de Gelmírez hasta su fallecimiento en el año 1140. 

A partir de ese momento, hay una cierta laguna acerca del estado en que se encontraban las obras de la catedral de Santiago hacia su extremo occidental, en donde, además, se encontraron con la problemática que planteaba el acusado desnivel del terreno. Por ello y por la falta de restos arqueológicos que evidencien su existencia, hay dudas razonables acerca de que, durante el episcopado de Gelmírez se llegasen a haber completado las obras de construcción de la catedral; y así lo plantea el propio Códice Calixtino cuando señala que “parte está completamente terminada y parte por terminar”

El proyecto del Maestro Mateo

Como se ha señalado, es más que probable que, aunque en un estado muy avanzado, las obras no habrían terminado a la muerte de Diego Gelmírez y, tras él, se abrió un período en que se sucedieron diversos prelados y el rey Alfonso VII se hallaba inmerso en otras cuestiones, de forma que faltaba quien liderase la continuación del proyecto. Esta situación se vio resuelta unas décadas después, ya bajo el reinado de Fernando II, quien iba a dar el impulso necesario a la conclusión de la construcción de la catedral románica, convertida además en templo de referencia del reino y lugar de enterramiento de reyes y familiares. Todo ello sería posible gracias a una figura esencial en la historia de la catedral y del arte de Galicia: el Maestro Mateo. 

No se tienen datos ciertos acerca del origen y procedencia de este Maestro Mateo, como aparece citado en el documento de 1168 por el cual Fernando II le concede una generosa pensión vitalicia por la dirección de las obras de la Iglesia de Santiago. Desde entonces y hasta 1211, en que tuvo lugar la solemne ceremonia de consagración del templo, con la asistencia del rey Alfonso IX, Mateo lideró un completo proyecto que, además de suponer la finalización de las obras iniciadas hacia 1075, conllevó una reforma conceptual del edificio catedralicio de cara a su consagración y a los usos ceremoniales que iba a tener a partir de entonces; un proyecto que, además, iba a marcar la transición del estilo románico al gótico, incorporando una nueva sensibilidad artística e interesantes innovaciones fruto de su conocimiento del arte más vanguardista de su época. 

La conclusión de las obras 

Primeramente, el Maestro Mateo acometió la conclusión de los últimos tramos de la nave principal de la catedral, respetando su organización arquitectónica pero incorporando nuevos elementos decorativos; a continuación llevó a cabo el cerramiento occidental del templo, que probablemente no se había llegado a hacer dentro del proyecto gelmiriano, con una innovadora solución que permitió salvar el desnivel del terreno con una novedosa cripta que sustenta un nártex abierto al exterior por una fachada que desembocaba en una terraza y, coronando el conjunto, una tribuna. Este singular espacio sacro, de tres niveles en altura, contenía un programa iconográfico unitario, de contenido apocalíptico y salvífico, que tiene su punto culminante en la triple arcada interior del nártex, hoy conocida como Pórtico de la Gloria, una de las obras cumbres del arte universal. 

Además del Pórtico de la Gloria, que ha llegado a nuestros días mutilado y alterado por diversas intervenciones realizadas a lo largo de la historia, el Maestro Mateo también concibió un monumental coro de piedra policromada que ocupaba los primeros tramos de la nave central y que servía para ordenar la vida y liturgia capitular del renovado cabildo compostelano; reformó parte de las fachadas del transepto para dotar de mayor iluminación el interior de la catedral, pues la luz jugaba un destacado papel simbólico y, a la vez, funcional; y se encargó de crear un elemento de referencia para el peregrino en el interior de la catedral, paliando la ausencia de contacto visual directo con el sepulcro apostólico y las reliquias de Santiago, con la colocación de una imagen sedente del Apóstol que, aunque muy reformada, ha llegado a nuestros días como el Santiago del Abrazo. Además, el taller a las órdenes del Maestro Mateo también configuró, en la actual capilla de Santa Catalina, situada en el extremo norte del crucero, el Panteón Real, en el que se enterraron los reyes Fernando II y Alfonso IX, así como otros personajes de su familia, caso de la Reina Berenguela o de Raimundo de Borgoña. 

El 21 de abril de 1211 tuvo lugar la solemne consagración del templo, de la que queda testimonio por las cruces de granito policromado y dorado que recorren las naves de la catedral, recordando la figura del arzobispo Pedro Muñiz. No obstante, la finalización del proyecto del Maestro Mateo no supuso la conclusión de la realización de obras en la catedral, una constante a lo largo de los siglos. En ello tuvieron importancia, hasta el final de la Edad Media, los talleres de influencia mateana que siguieron trabajando en nuevos proyectos, caso de la remodelación del Palacio de Gelmírez impulsada por el arzobispo Juan Arias o la inconclusa nueva cabecera gótica que quedó sepultada bajo la escalera de la actual plaza de la Quintana; y, sobre todo, debe destacarse el nuevo claustro, iniciado en tiempos del citado arzobispo, situado en el extremo sur de la catedral y que iba a tener asociadas una serie de capillas que iban a protagonizar parte de la actividad artística de la catedral en los siglos siguientes. 

Un nuevo vestido para la casa de Santiago

Precisamente, los problemas estructurales que, por las características del terreno, siempre dio el flanco sur de la catedral, hicieron necesaria la construcción de un nuevo claustro sobre el medieval, dando entrada de este modo, al estilo renacentista, promovido por los arzobispos de la familia Fonseca. 

Sin embargo, la Edad Moderna viene marcada en el caso de la catedral por el barroco, estilo que iba a aportar al conjunto unas nuevas vestiduras. El siglo XVII se inició con el derribo del coro pétreo y la construcción de una monumental escalinata en la fachada occidental, que un siglo antes ya había sido remodelada parcialmente. Recordemos que el Maestro Mateo había concebido el monumental coro de piedra policromada que ocupaba los primeros tramos de la nave central.

Pero será en la segunda mitad de esa centuria, de la mano del canónigo José Vega y Verdugo, cuando se iba a empezar a acometer la gran modernización de la catedral; al exterior, con la nueva fachada de la Quintana o la remodelación de la Torre del Reloj; y al interior, con una nueva capilla mayor, diseñada a mayor gloria del Apóstol Santiago, como una verdadera apoteosis jacobea. De nuevo, será decisiva, como siempre ha sucedido en las grandes transformaciones de la catedral, la unión de la jerarquía eclesiástica y de la monarquía hispana; y el gran artista de la época, el compostelano Domingo de Andrade. 

Esta gran remodelación barroca se completaría, en el siglo XVIII, con importantes intervenciones, entre ellas, la nueva fachada occidental, en la que Fernando de Casas iba a vestir de barroco la estructura medieval mateana y la de la Azabachería, que a mediados de esta centuria iba a sustituir a la antigua fachada del Paraíso. Al interior, se renovarán los llamados Palacios Capitulares y se concluirá con la construcción de la capilla de la Comunión en el espacio que, hasta entonces, ocupaba la del arzobispo Lope de Mendoza. 

El resurgir del fenómeno jacobeo 

Tras el esplendor de los siglos del barroco, el siglo XIX supuso un período de crisis en la catedral compostelana y en las peregrinaciones a la Iglesia de Santiago. En ello influyeron causas diversas, políticas, sociales y económicas que afectaron, también, a toda la ciudad. No obstante, en las últimas décadas del siglo, se iba a empezar a ver la luz al final del túnel. En ello tuvo importancia, desde mediados de siglo, el descubrimiento de Santiago por parte de viajeros foráneos que incluían en sus crónicas los tesoros artísticos que aquí se conservaban, caso del Pórtico de la Gloria, casi olvidado desde la Edad Media; un hecho que, también, ayudó a impulsar el interés de los eruditos locales. Pero, sobre todo, el resurgir del fenómeno jacobeo se inició en la noche del 29 de enero de 1879, cuando un grupo de canónigos encabezado por López Ferreiro, con el apoyo del cardenal Payá, halló en el trasaltar la Tumba apostólica, oculta en aquel lugar desde los tiempos del arzobispo Sanclemente, hacía casi trescientos años. 

Tras el redescubrimiento de los restos de Santiago, certificados en 1884 por el Papa León X con la Bula Deus Omnipotens, en la que, además, se animaba a retomar las peregrinaciones a Compostela, el fenómeno jacobeo vivió un primer resurgir, sobre todo de la mano del cardenal Martín de Herrera, que tuvo un largo episcopado en el que sucedieron varios años santos. Un renacimiento de las peregrinaciones que, en las últimas décadas del siglo XX, también vinculado a la celebración de los años santos, iba a iniciar una nueva etapa tras las dos visitas del San Juan Pablo II y del decidido apoyo del gobierno autonómico de Galicia. 

Hoy, en un bienio santo inédito por las circunstancias, la catedral de Santiago presenta un aspecto renovado tras una década de trabajos de rehabilitación y restauración, años en los que se han recuperado elementos tan emblemáticos como el Pórtico de la Gloria, la fachada del Obradoiro o la Capilla Mayor; todo ello, sin perder la esencia de un lugar que, a lo largo de mil doscientos años de historia, ha sido punto de referencia y acogida para millones de fieles y peregrinos n

El autorRAMÓN YZQUIERDO PEIRÓ

Museo Catedral de Santiago

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