


La idea de escribir este artículo me vino al ver en la televisión las terribles imágenes del incendio en la Mezquita-Catedral de Córdoba el pasado 8 de agosto. Aquellas llamas me hicieron pensar en lo frágil que puede ser un patrimonio tan único, que corre el riesgo de destruirse por un simple accidente.
Córdoba. La Mezquita-Catedral. El Alcázar. Los jardines. El Guadalquivir. Todo me hizo recordar cuando, durante mis estudios en la Universidad de Granada entre el 2000 (el mismo año en que había estudiado en Túnez) y el 2001, en el Departamento de Filología Árabe, visité varias veces aquel monumento extraordinario, símbolo de convivencia entre contrastes y diferencias.
Y mi mente volvió también a la ciudad de García Lorca, a su estilo morisco, a las casas blancas y azules del Realejo, entre cuyas callejuelas me gustaba perderme al atardecer, al Albaicín, a la Alhambra, a Sierra Nevada. Y sobre todo a algo que nunca olvidaré: el perfume de los azahares que inundaba las narices y que, cuando regresé algunos años después a Granada, casi me conmovía.
De la historia de al-Ándalus, y en especial de los judíos sefardíes, tuve luego ocasión de hablar en español en el pódcast «Etzlil«.
Al-Ándalus: la edad de oro
Hay una fecha grabada en la memoria histórica de España: el 711, cuando los ejércitos árabes y bereberes guiados por Tariq ibn Ziyad cruzaron el estrecho de Gibraltar, que de Tariq tomó el nombre (Yabal Tariq, en árabe: Monte de Tariq), derrotando a los visigodos.
Desde ese momento, gran parte de España (y no solo Andalucía) se convirtió en al-Ándalus, un puente entre Oriente y Occidente, especialmente entre los siglos IX y XI: la «edad de oro», época en la que fue un laboratorio de convivencia, ciencia y pensamiento crítico: filósofos y médicos musulmanes, como Averroes o Abulcasis, bebían del saber griego, con judíos y cristianos traduciendo textos que luego serían fundamentales para la Europa medieval y renacentista.
En el corazón de ese universo surgió Córdoba, capital de los omeyas en el exilio, que en el siglo X era una de las ciudades más grandes del mundo: medio millón de habitantes, bibliotecas con cientos de miles de volúmenes, médicos, filósofos, poetas y mercaderes animaban una sociedad cosmopolita y tolerante.
Pero en cierto momento esta prosperidad económica, cultural y social empezó a resquebrajarse, por dos razones principales.
La primera fue el llamado «cierre de las puertas del iŷtihād» (de la misma raíz que ŷihād), el esfuerzo interpretativo de la sharía que había permitido al islam de los primeros siglos desarrollar filosofía, ciencia, derecho y artes, favoreciendo un fecundo diálogo también con otras culturas. Precisamente entre los siglos XI y XII, en cambio, prevaleció la idea de que ya no había nada más que elaborar: los juristas musulmanes declararon cerradas las «puertas del iŷtihād» y las grandes síntesis filosóficas de Avicena y Averroes dieron paso a una religiosidad más rígida, basada en el «taqlīd», imitación y repetición de interpretaciones anteriores, sin más posibilidad de innovación.
La fragmentación de los reinos de taifas y las invasiones de almorávides y almohades aceleraron aún más el declive.
En este contexto de crisis, también las minorías (cristianos y judíos) se encontraron en condiciones cada vez más difíciles.
La segunda gran razón, favorecida por la primera, fue obviamente la Reconquista española, culminada con la toma de Granada en 1492, el mismo año de la partida de Colón hacia las Américas y del Edicto de la Alhambra.
Un mosaico de culturas y tradiciones
La sociedad de al-Ándalus era un verdadero mosaico. Los musulmanes eran la mayoría, pero no todos eran árabes; de hecho, estos últimos no eran más que una diminuta élite. Las masas islámicas, sobre todo campesinos y soldados, eran bereberes y «muwalladun», cristianos ibéricos convertidos al islam. Estaban luego los mozárabes, que permanecieron cristianos pero asimilados a los árabes en costumbres y rito (que aún sobrevive) y hablaban una lengua romance rica en arabismos, y finalmente los judíos.
Cristianos y judíos eran considerados «dhimmíes«, súbditos protegidos que, a cambio de un impuesto especial («ŷizya»), podían seguir practicando su religión y organizarse de forma autónoma, aunque sin gozar de plenos derechos.
Las lenguas que resonaban en las calles de al-Ándalus eran el árabe clásico de la administración y la cultura, el mozárabe de los cristianos asimilados, el hebreo de las sinagogas y de la poesía, y el judeoespañol (ladino).
Con la Reconquista, los mozárabes se dispersaron por el resto de España, influyendo en la arquitectura y en la lengua, mientras que muchos musulmanes y judíos fueron obligados a convertirse: fueron los llamados «mudéjares» (musulmanes convertidos) y «marranos» o «conversos» (judíos), que a menudo continuaron practicando su antigua fe en secreto, convirtiéndose en blanco privilegiado de la temida Inquisición española.
Los judíos
Entre las comunidades más destacadas de al-Ándalus estuvo la judía sefardí (de Sefarad, España en hebreo). Aunque eran menos del 10 % de la población, los judíos contribuyeron de manera decisiva, como médicos, comerciantes, poetas y funcionarios, a la vida cultural y científica.
De esta comunidad surgieron figuras como Moisés Maimónides (1135–1204), gran filósofo y médico, y Rabí Yehuda Halevi (1075–1141), médico y poeta, que cantó en hebreo y en árabe la nostalgia de Sión con versos de conmovedora belleza.
En 1492, año de la caída de Granada y del Edicto de expulsión de los Reyes Católicos, la presencia judía en España llegó a su fin: cientos de miles de ellos fueron obligados al exilio, llevando consigo, en su diáspora por todo el Mediterráneo, pocos bienes materiales pero un inmenso patrimonio espiritual y cultural. El resto se convirtió al cristianismo.
El hilo rojo que mantuvo unidas a las comunidades dispersas fue la lengua judeoespañola (ladino), un castellano arcaico que acompañaba la vida cotidiana en nanas, oraciones y relatos familiares.
La Mezquita-Catedral de Córdoba
La Mezquita-Catedral de Córdoba se construyó a partir del 785, por voluntad del emir Abd al-Rahman I, huido de Siria tras la caída de los omeyas en Damasco. Se levantó en el lugar donde se encontraba una antigua basílica visigoda. El emir compró el terreno e inició una obra que en los siglos siguientes sus sucesores agrandarían hasta convertirla en la mezquita más vasta de Occidente islámico.
Columnas romanas y capiteles visigodos fueron reutilizados para crear un «bosque» de arcos superpuestos, blancos y rojos, que aún hoy maravilla a los visitantes. Con al-Hakam II (siglo X), en el apogeo del califato, se construyó un nuevo mihrab ricamente decorado con mosaicos bizantinos.
En 1236 la ciudad fue conquistada por Fernando III de Castilla y la mezquita fue consagrada como catedral. En los siglos siguientes se añadieron capillas y, en el XVI, la nave renacentista que corta en dos el bosque de columnas islámicas. Carlos V, al verla, habría comentado: «Habéis destruido lo que era único para construir lo que se encuentra en cualquier parte».
El intento de fusionar arquitectura islámica y cristiana puede parecer forzado, pero hace de la Mezquita-Catedral un monumento único, más un híbrido que una mezquita o una catedral en sí: representa un monumento a la transculturalidad y un símbolo de relaciones, no siempre fáciles, entre comunidades, etnias y religiones, que demuestra cuánto pueden convivir todavía hoy, porque ya lo hicieron en el pasado.
Si pienso en Andalucía, en el perfume del azahar, en los pueblos blancos, en la mezquita con el bosque de columnas injertado en una antigua iglesia e interrumpido por la nave de otra iglesia, en las sinagogas y en las catedrales, pienso en mi identidad: un entramado de Andalucía e Italia, de Grecia, cristianismo, judaísmo e islam. Una identidad hecha de capas superpuestas, a veces armónicas, a veces en contraste, como la propia historia del Mediterráneo. Es como si aquellos cantos —judíos, musulmanes, mozárabes, bizantinos, romanos— resonaran aún dentro de mí, herencia frágil y preciosa que vale la pena custodiar.