Cuando, en la tarde del 8 de mayo la fumata blanca anunció que había sido elegido el nuevo Papa, una multitud festiva inundó la vía de la Conciliación y las otras calles cercanas a San Pedro, en dirección a la Plaza. Pronto se escuchó un grito, que se repetía a intervalos: “¡Viva el Papa!”. Sin saber aún el nombre del elegido, muchos mostraban ya su adhesión a la figura del Papa. Fue un testimonio verdaderamente conmovedor.
En efecto, durante los días anteriores al cónclave se habían realizado especulaciones y cábalas, siguiendo las informaciones de la prensa, no siempre bien orientadas. Lo cierto es que se elegía al sucesor del apóstol Pedro, aquel Simón, hijo de Jonás, piedra sobre la que el Señor Jesús edificó su Iglesia y a quien había dado las llaves del Reino de los Cielos. En la tarde romana el Señor renueva la promesa: el poder del infierno no derrotará a la Iglesia (cfr. Mt 16, 18-19). Y también reitera su invitación al elegido en el amor: Sígueme y apacienta mis ovejas (cfr. Jn 21, 15-19). Sucesor, pues, del apóstol Pedro, de su realidad y misión.
Sucesor también del Papa Francisco
No estamos en el siglo primero, sino que concluimos el primer cuarto del siglo XXI. El nuevo Papa es el número 267 de la serie de romanos pontífices que se han sucedido a lo largo de la historia. Existe una vinculación entre todos ellos. El nuevo Papa viene después de Francisco, llegado del fin del mundo, quien, desde el Evangelio, se empeñó en renovar la Iglesia. El Papa de la misericordia, del “todos, todos todos”, de la atención a las periferias y de la preferencia por los descartados; el Papa de la sinodalidad y la evangelización, de la “Iglesia en salida”; el Papa de la fuerte denuncia de la guerra y el empeño por la paz; el Papa desgastado en medio del pueblo de Dios. Su sucesor deberá tener en cuenta el contexto en el que se encarna el Evangelio y saber leer los signos de este tiempo presente, con una mirada esperanzada hacia el futuro.
El cónclave es un evento humano y espiritual a la vez. Al Papa no lo elige el Espíritu Santo, como a veces se dice erróneamente, sino los cardenales electores que votan en la Capilla Sixtina. Ahora bien, lo hacen habiendo invocado al Espíritu Santo (es el sentido del canto del Veni Creator). Los electores adquieren una enorme responsabilidad: escuchar al Espíritu, ser cauce de su acción y nunca muro, dejar que haga su obra a través de ellos. Resultan impresionantes las palabras que cada cardenal debe pronunciar en voz alta antes de depositar su voto: “Pongo por testigo a Cristo Señor, que me ha de juzgar, de que elijo a quien, según Dios, considero que debe ser elegido”.
Bastaron cuatro escrutinios. Los mismos que, en tiempos recientes, se necesitaron para la elección de Benedicto XVI y del beato Juan Pablo I. De los últimos Papas solo Pío XII necesitó menos votaciones, tres. Algo más Francisco, cinco, y san Pablo VI, seis. Ocho necesitó san Juan Pablo II y once san Juan XXIII. El nuevo Papa había sido elegido en un cónclave rápido, lo que hace ver que era un candidato muy fuerte desde el principio y que muy pronto consiguió los consensos necesarios para superar con holgura los dos tercios requeridos, que eran exactamente ochenta y nueve votos, de ciento treinta y tres cardenales electores procedentes de setenta países. Jamás había sido tan alto el número de electores ni tampoco el de las naciones representadas.
Un agustino al servicio de la Iglesia
Varios agustinos esperamos el anuncio asomados a las ventanas de la Curia General Agustiniana que dan a la Plaza de San Pedro. Un lugar verdaderamente privilegiado.
Bastó que el cardenal protodiácono, Mamberti, pronunciara el nombre “Robertum Franciscum”, para que estalláramos en gritos de alegría, en medio de una enorme emoción. No podía ser otro que nuestro hermano agustino, el cardenal Robert Francis Prevost, hasta entonces prefecto del Dicasterio para los Obispos y antiguo prior general de nuestra Orden. En efecto, él era el nuevo Papa. Había asumido el nombre de León XIV.
Creo que es imposible expresar con palabras el cúmulo de emociones que pueden llenar el corazón tal circunstancia. Dos predominantes, el gozo y la gratitud.
Quienes lo conocemos, sabemos de las muchas virtudes que adornan a Robert Prevost (nuestro hermano Roberto), su preparación y amplia experiencia. Creo sinceramente que es la persona justa para guiar a la Iglesia en este tiempo. Poco a poco lo irán conociendo y estoy seguro de que estarán de acuerdo conmigo.
El nuevo Papa se asomó al balcón central, el de las grandes ocasiones. Llevaba las vestiduras prescritas en el ritual. El gesto era afable y la emoción evidente. Saludó repetidas veces agitando las manos. Y comenzó a hablar, leyendo un texto que había preparado cuando vio que su elección era inminente. Aquí tenemos ya un rasgo de su personalidad: prepara a conciencia lo que quiere decir y cómo quiere decirlo. Es reflexivo y preciso. En sus palabras, las claves de todo un programa. El punto de partida es Cristo resucitado, con cuyas palabras saludó a los fieles: “La paz esté con todos vosotros”. Y después, los grandes ejes: la paz, el amor, la misión. La conmovedora referencia a sus raíces (“soy un hijo de san Agustín, un agustino”) y el saludo lleno de cariño a su antigua diócesis de Chiclayo (Perú). Por último, la manifestación eclesiológica, la Iglesia que desea: sinodal, en camino y que busca: la paz, la caridad y la cercanía a los que sufren. Concluyó con una bella referencia mariana y rezando el avemaría con todos.
La vida de Robert F. Prevost
Las grandes líneas biográficas de Papa Prevost son conocidas. Nació en Chicago (Estados Unidos), el 14 de septiembre de 1955, hijo menor del matrimonio formado por Louis Marius Prevost y Mildred Martínez. Sus hermanos mayores son Louis Martin y John Joseph.
Cabe recordar los ascendientes españoles por parte de madre: los dos bisabuelos del Papa eran españoles que emigraron a Estados Unidos buscando una vida mejor. Aunque se ha atribuido el origen a varias ciudades de España, no se conoce con certeza. Probablemente el recuerdo se perdió tras dos o tres generaciones. Su abuelo Joseph nació en el barco, durante la travesía, y fue inscrito en el registro de Santo Domingo, el primer puerto en el que atracó la nave antes de continuar el viaje hacia los Estados Unidos. De ahí la idea errónea de que su abuelo había nacido en la República Dominicana. La familia del padre, también emigrante, procedía del sur de Francia y tenía raíces italianas.
Los Prevost estaban muy integrados en la parroquia de St. Mary of the Assumption, Dolton, Chicago, en cuya vida participaban activamente, convirtiéndose en referentes para la comunidad parroquial. Su religiosidad se alejaba del “espiritualismo” descarnado, orientándose más bien a la participación y el compromiso. Asimismo inculcaron en sus hijos la práctica de la oración y el sentido comunitario de la fe cristiana. El piadoso y disciplinado Robert cursó estudios de Matemáticas en la Universidad de Villanova, graduándose en 1977. Ingresó en la Orden de San Agustín, emitiendo los votos simples en 1978 y los solemnes en 1981. Sus superiores lo enviaron a Roma donde, el 19 de junio de 1982, fue ordenado sacerdote en el Colegio Internacional Santa Mónica, por el arzobispo Jean Jadot, pro-presidente del Secretariado para los No Cristianos. En 1984 obtuvo la licenciatura en Derecho Canónico y regresó a Estados Unidos.
Gobierno, formación y enseñanza
Uno de los grandes vuelcos de su vida tuvo lugar en 1985, cuando fue enviado a la misión que los agustinos norteamericanos tienen en Chulucanas (Perú), donde profundizó en el espíritu misionero que siempre lo ha caracterizado. En 1987 obtuvo el doctorado en Derecho Canónico con una tesis sobre “El rol del prior local en la Orden de San Agustín”, siendo nombrado encargado de vocaciones y director de misiones de la provincia agustiniana de Chicago. En 1988 regresó a Perú, donde permanecerá hasta 1999. Asumió diversas responsabilidades en la diócesis de Trujillo, en la que fue vicario judicial y profesor en el seminario; también en el vicariato agustiniano ocupó los cargos de prior, formador y profesor. Al mismo tiempo desarrolló su actividad pastoral en las parroquias de Santa Rita y Nuestra Señora de Montserrat. Se perfilaban ya entonces los tres ejes de su actividad: gobierno, formación y enseñanza, siempre desde un evidente espíritu misionero.
En 1999 fue elegido prior provincial de la provincia agustiniana de Chicago y en 2001, pocos días después del atentado a las Torres Gemelas, prior general de la Orden de San Agustín, cargo para el que fue reelegido en 2007. Su gobierno se caracterizó por la cercanía y el conocimiento “sobre el terreno”. Visitó todas las comunidades que la Orden tiene en los cinco continentes para conocer a los religiosos y hablar con ellos. Hombre de escucha, no impositivo y sí tendente a la concordia y a la unidad, demostró ser también un excelente gestor y hombre de gobierno, que supo tomar las necesarias decisiones.
En 2013, al terminar su último período como prior general, regresó a Chicago donde fue nombrado vicario provincial y encargado de la formación en el convento de San Agustín. Estuvo poco tiempo. El Papa Francisco y Robert Prevost se conocían desde que Bergoglio era arzobispo de Buenos Aires. Él siempre manifestó una gran confianza hacia el agustino. El 3 de noviembre de 2014 lo nombró administrador apostólico de Chiclayo (Perú) y obispo titular de Sufar, recibiendo la ordenación episcopal el 12 de diciembre del mismo año, siendo el ordenante principal el arzobispo James Patrick Green, nuncio apostólico en Perú. El 26 de septiembre de 2015 fue nombrado obispo de Chiclayo. Los ocho años largos del episcopado de monseñor Prevost como obispo residencial se caracterizaron por la cercanía a la gente, la implicación social, el cuidado por la formación y el empeño por la unidad.
Cuando, en enero de 2023, el Papa Francisco lo nombró prefecto del Dicasterio para los Obispos y presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, celebró una Eucaristía de despedida en la catedral de Chiclayo el 9 de abril. Dirigiéndose a sus diocesanos les habló con el corazón: “Como dije aquel primer día cuando un periodista me llamó a preguntar cómo me sentía al ser nombrado por el Santo Padre a esta nueva misión, este nuevo encargo de prefecto del Dicasterio para los Obispos, lo que nació espontáneamente en mi corazón fue precisamente que soy un misionero; he venido enviado, he estado con ustedes y con mucha alegría durante estos ochos años y cinco meses. Pero, ahora, el Espíritu Santo, a través de nuestro Papa Francisco, me dice una nueva misión. Y aunque puede ser difícil para muchos, hay que seguir adelante, hay que responder al Señor, hay que decir sí Señor, si tú me has llamado voy a responder. Pido sus oraciones. Pido que ustedes sigan adelante como Iglesia”. En efecto, si el Señor llama, él responde. Sin dudar. Y lo ha demostrado durante toda su vida.
Fue creado cardenal en el consistorio del 30 de septiembre de 2023. Le fue asignada la diaconía de Santa Mónica, de nueva creación. Al ser el primer cardenal de ese consistorio, dirigió un saludo al Santo Padre en nombre de todos, con una significativa referencia sinodal: “Más allá de la búsqueda de nuevos programas o modelos pastorales, que siempre son necesarios e importantes, creo que debemos comprender cada vez más que la Iglesia sólo lo es plenamente cuando escucha verdaderamente, cuando camina como nuevo pueblo de Dios en su maravillosa diversidad, redescubriendo continuamente su propia llamada bautismal a contribuir a la difusión del Evangelio y del Reino de Dios”. Su sensatez, capacidad de escucha e implicación en el trabajo, así como su sencillez y cordialidad, lo hicieron muy respetado por cuantos lo conocieron y también en el ambiente, complicado en ocasiones, de la Curia Romana. El 6 de febrero de 2025, el Papa Francisco le dio una nueva muestra pública de aprecio al nombrarlo cardenal obispo del título de la Iglesia suburbicaria de Albano. La toma de posesión estaba fijada para el lunes 12 de mayo. Pero ya no tuvo lugar. Unos días antes el Señor le había pedido ser sucesor de Pedro. Y él aceptó sin dudar. Como opción de amor y con plena confianza.
¿Cómo será el pontificado de León XIV?
No podemos adivinar el futuro. Pero el Papa Prevost ha trazado ya algunas líneas maestras. La primera es la centralidad de Cristo Resucitado. Lo dijo en la homilía pronunciada durante la Eucaristía con motivo del inicio del ministerio petrino, el 18 de mayo: “Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a él! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela! Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo nosotros somos uno”. Esto le lleva a cuidar especialmente la unidad, más aún, la comunión en la Iglesia, que es su primer gran deseo: “una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado”. Esto solo será posible si asumimos el amor como eje de nuestra vida. “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Jn 13, 35). Lo indicó también en el primer saludo: “Dios nos quiere, Dios los ama a todos, y el mal no prevalecerá. Estamos todos en las manos de Dios. […] Cristo nos precede. El mundo necesita su luz. La humanidad lo necesita como puente para ser alcanzada por Dios y por su amor”. De ahí, como consecuencia, la insistente petición “a construir puentes, con el diálogo, con el encuentro, uniéndonos todos para ser un solo pueblo siempre en paz”.
Una segunda línea es el desarrollo de la eclesiología del Concilio Vaticano II, especialmente la expresada en las constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes. Lo recalcó en el discurso a los cardenales, el 10 de mayo, cuando, haciendo referencia a la exhortación apostólica Evangelii gaudium del Papa Francisco, destacó algunas de sus notas fundamentales: el regreso al primado de Cristo en el anuncio (cfr. n. 11); la conversión misionera de toda la comunidad cristiana (cfr. n. 9); el crecimiento en la colegialidad y en sinodalidad (cfr. n. 33); la atención al sensus fidei (cfr. nn. 119-120), especialmente en sus formas más propias e inclusivas, como la piedad popular (cfr. n. 123); el cuidado amoroso de los débiles y descartados (cfr. n. 53); el diálogo valiente y confiado con el mundo contemporáneo en sus diferentes componentes y realidades (cfr. n. 84).
En el primer saludo ya había dicho: “queremos ser una Iglesia sinodal, una Iglesia que camina, una Iglesia que busca siempre la paz, que busca siempre la caridad, que busca siempre estar cerca especialmente de aquellos que sufren”.
La tercera línea es la implicación social y misionera. Brota del Evangelio que entra en la historia. De ahí la necesidad de considerar los contextos geográficos y culturales y la urgencia de saber leer los signos de nuestro tiempo. El nombre elegido como pontífice es ya todo un programa. Lo dijo en el citado discurso a los cardenales: “Pensé tomar el nombre de León XIV. Hay varias razones, pero la principal es porque el Papa León XIII, con la histórica Encíclica Rerum novarum afrontó la cuestión social en el contexto de la primera gran revolución industrial y hoy la Iglesia ofrece a todos, su patrimonio de doctrina social para responder a otra revolución industrial y a los desarrollos de la inteligencia artificial, que comportan nuevos desafíos en la defensa de la dignidad humana, de la justicia y el trabajo”. Aquí se integra también el empeño por la paz, que ha sido una constante en los textos del Papa, como por ejemplo el exigente y claro discurso del 16 de mayo al cuerpo diplomático, que invito a leer por entero. Asimismo, el Papa se ha referido en diversas ocasiones a otro aspecto esencial como es la tarea evangelizadora. Quiero citar, a modo de ejemplo, el discurso del 22 de mayo a las Obras Misionales Pontificias. En él hizo referencia precisa a que “el tomar conciencia de nuestra comunión como miembros del Cuerpo de Cristo nos abre naturalmente a la dimensión universal de la misión evangelizadora de la Iglesia, y nos inspira a ir más allá de los confines de nuestras propias parroquias, diócesis y naciones, para compartir con toda nación y pueblo la sobreabundante riqueza del conocimiento de Jesucristo” (cfr. Flp 3,8).
Comienza un pontificado que marcará época. Conociendo a Robert Prevost desde hace muchos años, con quien comparto vocación y carisma agustiniano, estoy seguro de que León XIV será un gran Papa, que guiará a la Iglesia con mano firme y amorosa; líder seguro para el mundo en estos tiempos convulsos; compañero de camino, pastor sereno, hombre de Dios. Constato con enorme alegría la buena aceptación que tiene y el entusiasmo que suscita. Debemos asegurarle todos el apoyo de nuestra oración y la cercanía de nuestro cariño.
Subsecretario de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos.