Resulta imposible que en los escritos del Cardenal Joseph Ratzinger no encontremos alguna referencia, o por lo menos, no se acerque a la cuestión en torno al conflicto entre «fe y razón»; la incesante búsqueda de armonía entre estos dos elementos marcó toda una experiencia de reflexión sobre Dios, lo que él hace, lo que él es y lo que él significa.
Contextualizando un poco, recientemente en mi facultad de teología se dinamizó una de las asignaturas teológicas en torno a algunos de los escritos de Joseph Ratzinger. He de reconocer que me llenó de ilusión y lo tomé como un reto para entrar un poco más en el pensamiento y en la persona del teólogo alemán del s. XX.
Así, auxiliándonos de la obra La Iglesia y la teología científica, contenida en la Teoría de los principios teológicos (Barcelona, 2005, p. 388-399), se comenzó un itinerario particular, un camino a la verdad de la mano de uno de los más icónicos predicadores sobre la Verdad —en mayúscula—, y su sentido en la vida cristiana. Para Ratzinger «la fe no debe oponerse nunca y en ninguna circunstancia, a la razón, pero, tampoco puede someterse a ella»; una distinción que le constituye como el eje central sobre el cual discurrirá todo el desarrollo temático de sus líneas. Contrario a lo anterior, insistió en no pocas ocasiones en la estrecha unión y vínculo que debe existir entre fe y razón, sin el ánimo de promover una reducción de esta realidad a los métodos de la modernidad.
Teología, la ciencia y el Magisterio
Ahora bien, en el fragmento que nos ocupa, encontramos un breve ejercicio que nos ha de hacer pensar en el lugar que ocupa la Iglesia y la teología en un mundo que se encuentra cada vez más sustentado en la razón que en los criterios de la fe; es curioso que nos presente un trípode concreto: la teología, la ciencia y el Magisterio. Al mismo tiempo, descubre en sus letras una teología capaz de reconocer los límites de la ciencia, pero, a pesar de ello, una clara convicción en el sentido de que no se debe renunciar al diálogo con ella, y da un paso al reconocimiento de la importancia que genera una fe que no se vea reducida a una simple adhesión sin contenido, una simple cercanía o adopción de ideas y conceptos que no vinculen la experiencia vital con el Resucitado.
Sin perjuicio de lo expuesto, es curioso que se aborden en sus líneas los múltiples comentarios que suscita en temas de interpretación de la Sagrada Escritura, o que la definición de los elementos doctrinales dependa en gran medida de la intervención de la Iglesia, sobre todo, de aquellos que ejercen una labor docendi en la realidad eclesial.
Esta tensión no es algo novedoso, no es una realidad a la que se ha tenido que enfrentar la Iglesia de tiempos modernos, desde el medioevo se conoce una multiplicidad de casos donde la intervención de la Iglesia, en la persona de sus pastores (entiéndase con esto, los obispos), ha sido necesaria, muy a pesar de que el criterio generalizado es que, so pena de la justificación de la autonomía de las ciencias (aduciendo lógica y método propio), se pretenda dejar a un lado la postura generalizada de todo un cuerpo colegiado, como es el Magisterio (Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación bíblica en la Iglesia, 1993, n. 32. 3b).
La autonomía de la ciencia
Pero ¿qué implica esta autonomía de la ciencia? El mismo Ratzinger en otro de sus comentarios teológicos, pone en tela de duda la idea de la completa autonomía de la ciencia señalando que ésta, por lo general, se encuentra marcada por intereses y valores previos, de hecho, las mismas conclusiones que cada una de estas ofrece en las diversas áreas, se encuentran condicionadas por datos que son ya preexistentes. Esta es la llamada crítica neomarxista que señaló la estrecha relación de la ciencia con el poder.
Es curiosa la comparación que hace entre otras religiones, en concreto, entre hinduismo y cristianismo —sobre esto, H. Kraemer expresa que mientras el hinduismo carece de una ortodoxia estricta y se basa en prácticas religiosas comunes sin necesidad de una convicción compartida, el cristianismo, por su parte, depende de una ortodoxia, una convicción común que sea capaz de articular las creencias esenciales como vida, muerte y resurrección; así, el conocimiento de la verdad en los cristianos no es algo solo simbólico, sino realista, es una verdad histórica—, y por otro lado, la diversidad entre los conceptos de verdad, revelación y conocimiento religioso.
Como cristiano —comentario personal, si me lo permiten—, sólo estas breves líneas en una especie de comparación y contraste, me ha suscitado un sentimiento interior de agradecimiento por el don que inmerecidamente recibimos, al tener esta realidad que nos supera, que nos abraza sin agotarnos, que asumimos sin corromperla, con la que nos unimos sin perder nuestro ser personal, nuestra individualidad.
Dimensión comunitaria de la fe
Ahora, damos un paso más, no nos podemos quedar en la experiencia de fe vivida en la individualidad, sino que hay que entrar en la dimensión comunitaria, y en comunidad se es capaz de recibir un impulso particular y fundamental en la vida de los cristianos: la misión, una misión que surge como certeza de que la revelación cristiana es algo real y concreta, y no un conjunto de ideas vacías, sin fundamento y sin sentido; no es una interpretación que se diluye en medio de las otras religiones “similares” a ésta, no se trata de eso , se trata de un proyecto que ha nacido en un sujeto concreto, que ha tenido su propia historia, su propio proceso de fundación e institución.
En el cristianismo se intenta comprender y desarrollar las verdades reveladas dentro de un marco coherente, centrando la atención en producir una teología capaz de dialogar con la razón y con la filosofía, haciendo de ella algo inseparable para la misma fe.
Sin embargo, muy a pesar de la grandeza que supone la experiencia de la fe de los cristianos, resulta curioso que se hable desde entonces de una crisis de la teología, dicho de otra manera, de la reflexión. La raíz de la raíz es haber manipulado la Sagrada Escritura, acuñando una serie de métodos históricos y literarios, reduciéndola en todo el sentido de la palabra.
La Revelación, en sí misma, no depende del todo del dato que la Sagrada Escritura pueda contener, aunque sí corresponde con lo que el libro sagrado ofrece. No se puede justificar todo el contenido de la fe a lo que la Escritura señala, sin tener en cuenta los otros campos de la Revelación, a saber: la Tradición y el Magisterio.
La fe de los cristianos se basa en una comunidad de fe viviente que es capaz de dar sentido y contexto a la Revelación, que la asume, que la comparte; es una comunidad que no solo interpreta los textos, sino que los vive a través de los sacramentos y la catequesis, que no dependen ya de la voluntad de la Iglesia, sino de su naturaleza misma.
Finalmente, retomando la idea planteada por Ratzinger, hago eco de un elemento que me ha llamado poderosamente la atención, y es el hecho de que se afirme que la fe es un «Sí» a una Verdad concreta, una Verdad que exige ser anunciada y comprendida, una Verdad que es pregonada o por lo menos así debería ser, por el cristianismo, una Verdad cuya identidad tiene rostro concreto: es Jesús de Nazaret. Un Jesús que no es un elemento simbólico de la fe, por el contrario, es real, un evento histórico auténtico con implicaciones reales para la humanidad entera, razón por la cual no se puede intercambiar con otros relatos de religiones que prediquen sobre la divinidad.