“¡Mamáaa, que no soy tu colega, que soy tu hijooo!”. La frase, con tono lastimero y media lengua, la pronunciaba un bebé, de poco más de dos años, desde el asiento plegable del carrito del súper. Respondía a su madre que pretendía conversar con él en tono de igual a igual.
Me sorprendió la madurez de la expresión de un niño tan pequeño. Su locuacidad, el tono de su voz y su forma de gesticular eran totalmente prematuras. ¡No eran formas de adulto siquiera, eran de viejo! Estaba realmente enfadado porque su madre no entendía que no es normal que usara con él el mismo tono que usaría para hablar con la vecina; y que tampoco es normal que le cargara a él la responsabilidad de decidir si llevarse para cenar los yogures de oferta o los postres gourmet que se reservan para ocasiones especiales. “¿Yo qué sé, mamá, soy un ni-ño pe-que-ño”, terminó diciéndole separando las sílabas de forma didáctica. La escena me entristeció enormemente porque la madre, con un outfit de instagramer de barrio realmente llamativo, esperaba de verdad encontrar la complicidad de su hijo, que parecía tener muchas más luces que ella.
El fenómeno de la parentificación
Al llegar a casa me encontré precisamente con un reportaje de prensa que hablaba de la «parentificación», un fenómeno psicológico en el que un niño asume roles y responsabilidades propias de un adulto, especialmente dentro del entorno familiar. En lugar de recibir cuidado, el niño se convierte en cuidador emocional, físico o práctico de sus padres, hermanos u otros adultos. Dicen los expertos que esto rompe el orden natural del desarrollo, porque el menor deja de ser niño para ocuparse de asuntos que no le corresponden.
Es uno más de los síntomas de la deconstrucción de la familia a la que venimos asistiendo en el último medio siglo largo. La revuelta estudiantil veía la estructura familiar como una institución represiva que perpetuaba el autoritarismo y el control ideológico desde la infancia proponiendo un modelo educativo igualitario, basado en el diálogo y la libertad. El problema es que, queriendo acabar con el autoritarismo paterno –extremo por supuesto que condenable–, lo que se ha conseguido es acabar con cualquier autoridad, invirtiendo los roles y dejando por tanto a una generación de hijos huérfanos, a pesar de contar con padres, pues estos no ejercen como tales.
Muchos de los problemas que se encuentran hoy los profesores en las aulas tienen que ver, no con niños incapaces de atender, de obedecer las órdenes de sus superiores o de ser responsables de su trabajo, pues son carencias normales en la etapa infantil que dan sentido precisamente al sistema escolar; sino con el hecho de que son los padres de esos niños quienes no tienen la autoridad necesaria para educarlos así, pues ellos mismos no tienen competencias para asumir su responsabilidad parental.
Padres que no han tenido padres
Ser padres es duro, por muy idílico que lo hagan parecer los influencers de turno. Ser padres cuesta. Unos padres que quieren a sus hijos no pueden dejar la responsabilidad de educarlos a los colegios. Ser padres es vivir para otros, renunciar a tus gustos, a tu tiempo, incluso al afecto de tus hijos cuando tienes que corregirles. Un hijo no es un complemento de moda, es una persona que necesita, como el arbolito, un tutor firmemente anclado al suelo, que no se deje llevar por cualquier brisa. Un niño feliz necesita padres que le hablen como a un hijo, adaptando su lenguaje a su edad y capacidad de comprensión; un niño feliz necesita padres que le digan a él (por que no lo sabe) lo que está bien y está mal; un niño feliz necesita ser escuchado, sí, pero como hijo que, aunque tiene mucho que aportar, le queda todavía más que aprender.
Muchos padres de hoy se han criado sin nadie que les dijera «no»; sin nadie que les ayudara a encontrar su camino porque «eso ya lo decidirá él cuando sea mayor»; sin responsabilidad para llevar la carga del trabajo, la pareja o los hijos porque la mochila se la llevaban los papás; y sin autoestima, pues les acostumbraron a recibir solo likes gratis en casa, pero en la calle nadie se los da si no es a cambio de algo.
Quizá, al haber privado de padres a quienes hoy son padres, los hemos obligado a buscar a esos padres perdidos en sus propios hijos. Y es que, por mucho que les pese a los que escribieron aquella pintada de «prohibido prohibir», asumir el rol de padres tradicionales no es autoritarismo, se llama amar.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.