La conversión desencadena, siempre, una serie de reacciones y sentimientos diversos. En quien la vive, la alegría y el fervor se une a la claridad de ver que “ha elegido la mejor parte”, la luz se hace presente después de una vida de oscuridad. Esta actitud de deslumbramiento, contrasta, no pocas veces, con alguna actitud derrotista, ceniza, de muchos católicos empeñados en ver sólo los nubarrones de la Iglesia.
En una ocasión, una joven conversa, se encontraba en una conferencia, rodeada de “cristianos de toda la vida”. Éstos tan sólo se quejaban de los problemas que cercaban a la fe: los sacerdotes tenían poco celo pastoral, la sociedad desterraba la fe de la esfera pública, no existían políticas cristianas… Cuestionada por cómo veía ella “aquel panorama”, aquella joven respondió “sinceramente, creo que no es tan malo. Porque yo vengo de fuera y no os hacéis una idea del frío que hace ahí”. Su respuesta dió en el clavo: fuera, sin Dios, hace más frío.
Una de las peores mentiras que el diablo ha implantado, con éxito, en la mentalidad de muchos cristianos es esa que considera que, quienes están lejos de Dios, “fuera de la viña”, disfrutan más que nosotros, o incluso, que son más felices aquí en la Tierra. Es la mentalidad necia del que exclama ante una vuelta o descubrimiento tardío de Dios: “¡Con lo bien que se lo ha pasado en la vida, ahora se convierte y va al Cielo, ¿no?”. Y no es así. No. Fuera hace mucho frío.
La vida es peor sin Dios. Hace más frío fuera de la viña, lejos del Padre. Caemos en la trampa diabólica cuando pensamos que los de fuera “tienen suerte” o “han vivido lo mejor de la vida”, en vez de dar gracias por haber sido llamados “a la hora primera”. Pasaron frío los jornaleros – que no habían conocido la casa del Señor; pasó frío y hambre, el hijo pródigo que había huido de ella, tras aquella falsa promesa del diablo.
Porque el peso del día y el calor existen, claro que sí, pero es un calor con sentido, un peso con futuro. No es el trabajo obligado de un esclavo sin esperanza. Si no, los católicos seríamos como el hijo mayor, un “querer sin querer”, un estar dentro de manera tibia, mediocre. Y así no escucheremos el grito de los de fuera, que piden que salgamos en busca de ellos, que seamos los actores de cambio del mundo.
Directora de Omnes. Licenciada en Comunicación, con más de 15 años de experiencia en comunicación de la Iglesia. Ha colaborado en medios como COPE o RNE.




