Hace poco, yendo al trabajo, cogí un autobús repleto de gente. Llevaba la rutina de todo trabajador en el transporte público: en silencio, con el móvil en la mano, los ojos fijos en una pantalla y esperando que nadie me molestara. De pronto se oyó una voz de un pasajero que, a pleno pulmón y sin ningún tipo de vergüenza, cantaba una balada a una tal Jenny: “eres mi amor” repetía.
Las sardinas enlatadas que estábamos alrededor sólo tratábamos de hacer una cosa: contener la risa. Todos cruzábamos miradas que decían “pobrecito, es discapacitado”. Pero lo cierto es que todos queríamos empezar la mañana tan felices como él. Llegué al trabajo con una sonrisa de oreja a oreja y les dije a mis compañeros: ha pasado algo muy surrealista en el bus, y me ha alegrado el día.
Yo tengo dos hermanas con discapacidad, pero me sigue llamando la atención esta condición.
Ayer fue el día internacional de las personas con discapacidad, y acompañé a mi hermana Paloma a un torneo de baloncesto que organizó la asociación Clubamigos. Allí todos recibían un trofeo y lo primero que hacían era ir a abrazar a sus padres, que no hacían otra cosa que babear ante tan desbordante alegría. Yo sólo podía pensar ¡Qué bueno es el Señor!
Se dice que Dios es un artista y que todas sus obras son perfectas. Pero siempre he pensado que con este tipo de personas se ha lucido. Y es que, viendo la maldad que hay en tantos de nosotros, nuestro Padre quiso regalarnos hermanos en los que veamos una inocencia tan pura que digamos “yo quiero ser como ellos”.
¿Por qué no iba a querer ser alguien que no tiene culpa alguna? Alguien con alegría, cariñoso, sencillo, sensible y amable. Sobre todo, amable. Son personas que nada más verlas provocan ternura y son felices con poco. Personas que dan ganas de cuidarlas.
La sociedad en la que vivimos rechaza a todo aquél que haya que cuidar: niños, abuelos y sí, discapacitados. El que no es autosuficiente, vale menos. Y es una pena que se avance en aborto, eutanasia y demás inventos para librarse de ellos. ¡Si tan sólo nos diésemos cuenta de que precisamente cuidar es lo que nos lleva a Dios, nos hace felices!
De la cantidad de regalos que el Señor me ha hecho, uno de los más preciados es tener hermanas con discapacidad. Porque ellas son para mí ángeles sin culpa que Él ha puesto en mi camino para que yo salga de mí misma. Me regalan momentos liberadores en los que puedo dejar a un lado el infierno de vivir para mí y ponerme a su disposición, viendo en ellas un trocito de Cielo.
Dios está en ellas, como en muchos otros que me rodean. Pero es más evidente en alguien con esta condición. Por ello, cada vez que en el metro o en el bus me encuentro a un Síndrome de Down con sus cascos y cantando lo más alto que puede, pienso ¡Qué bueno es el Señor, que me deja verle!
Rodeémonos, aprendamos y cuidemos de ellos, reconozcamos su valor y amémoslos. Porque son obras maestras del mayor artista de todos.




