Nacido en el castillo de Arona, cerca del lago Mayor, en una familia noble de Lombardía, Carlos Borromeo mostró gran piedad desde joven, y una inclinación por el estudio del derecho y la teología. Tras obtener el doctorado en Derecho canónico y civil en la Universidad de Pavía, su tío, el Papa Pío IV, le nombró cardenal a los 22 años, encargándole importantes responsabilidades en la curia y en la administración de la Iglesia.
Como cardenal, Borromeo desempeñó un papel decisivo en la conclusión y aplicación del Concilio de Trento (1545-1563). Promovió la formación del clero y la educación cristiana del pueblo. En 1564 fue nombrado arzobispo de Milán, diócesis que no había sido visitada personalmente por sus prelados durante casi ochenta años.
En Milán, san Carlos se entregó a una profunda renovación pastoral. Fundó el seminario para la formación de sacerdotes, visitó personalmente todas las parroquias de su diócesis –incluso las más apartadas– y reformó las costumbres. Impulsó la catequesis, la música sagrada, el arte religioso y la caridad. Durante la peste de 1576, destacó por su heroísmo. Permaneció en la ciudad cuando muchos huyeron, y organizó procesiones, oraciones y ayuda para los enfermos y pobres, aun a costa de su propia salud.
“Las almas se conquistan de rodillas”
Su vida fue austera y de oración, con entrega pastoral, según sus biógrafos. Al mismo tiempo, según el santoral vaticano, después del cisma provocado por la Reforma luterana, la Iglesia católica se hallaba en un período particularmente crítico. Y el joven arzobispo no tuvo miedo de defender la Iglesia contra la interferencia de los poderosos.
Borromeo animó a sacerdotes, religiosos y diáconos a experimentar la fuerza de la oración y de la penitencia, transformando sus vidas en camino de santidad. “Las almas”, repetía a menudo, “se conquistan de rodillas”. Murió el 3 de noviembre de 1584, a los 46 años, exhausto por el trabajo y el ayuno. Fue canonizado en 1610 por el Papa Paulo V.


				
					
		

