Es indudable que nos encontramos en un momento cultural y social difícil para la transmisión de la fe en general. La cultura actual deja cada vez más de lado la visión antropológica del hombre donde importa la interioridad, y en las relaciones sociales prima lo material (lo que se tiene, lo que se produce) sobre lo inmaterial: quién eres, cuáles son tus ilusiones y tus proyectos, qué te hace feliz…
A una sociedad y cultura profundamente materialistas se une la incapacidad de las personas de pensar. La pérdida de los valores, el relativismo, la falta de formación humanística en general, la evolución tecnológica, la aceleración del ritmo de vida o la polarización social son algunas de las causas.
En este complejo contexto, es normal que como sociedad hayamos ido derivando hacia una cultura de la rápida respuesta donde no hay casi espacio para la reflexión y el diálogo.
Y sin embargo en temas tan relevantes como la transmisión de la fe, la educación en valores o la formación humana en general, el tiempo, el diálogo y la reflexión son esenciales.
La investigadora y escritora Catherine L’Ecuyer, experta en psicología y educación, en el libro que la hizo famosa, Educar en el asombro, habla de la conveniencia de que los niños entren en contacto con la naturaleza, porque allí descubren y hacen experiencia del silencio, de los tiempos pausados de crecimiento de las plantas, del lento caminar de las hormigas o de la cuidada polinización de las flores en primavera.
Lo que dice L’Ecuyer tiene mucho que ver con el proceso de la transmisión de la fe a nuestros hijos: cuando hablamos de Dios a nuestros hijos o rezamos con ellos estamos “sembrando” en ellos pequeñas semillas en sus corazones, cosa que requiere, indudablemente, tiempo y cuidado.
Ante un panorama social no libre de obstáculos, la fe, que colma el deseo de trascendencia de toda persona, puede ser sembrada en terreno fértil, si sabemos localizar dónde y cuándo echar la simiente.
Los padres, intérpretes del mundo para los hijos
En este abrir para nuestros hijos la puerta al diálogo con la trascendencia, los padres jugamos con cierta ventaja: nuestros hijos, sobre todo en sus primeros años de vida, están naturalmente abiertos a todo lo que les queramos mostrar y enseñar. Ellos nos hacen sus intérpretes del mundo. Ya desde la edad de los “por qué”, en torno a los 3 años, nuestros hijos quieren entender lo que les rodea y vienen a nosotros, precisamente, porque somos sus padres.
Se podría objetar, no sin razón, que dejamos de ser verdaderos intérpretes cuando nuestros hijos llegan a la adolescencia, y sin embargo, también en esa fase lo que les digamos tiene importancia unido al ejemplo que les demos.
Es cierto que lo propio de los adolescentes es el disentimiento continuo con nuestra interpretación del mundo, y es bueno que sea así: nuestros hijos adolescentes están empezando a elaborar sus propios pensamientos y por lo tanto es muy lógico que no acepten sin más lo que les decimos, sino que reflexionen y elaboren por sí mismos.
Sin embargo, siguiendo el dicho: “dos no discuten si uno no quiere” los padres, en esta fase, somos muy necesarios para que ellos elaboren su concepción de la vida y el mundo; sin nuestra interpretación del mundo ellos no tendrían con quién o contra quién confrontarse.
En este sentido, cabe que nos preguntemos qué interpretación queremos darles: cómo miremos el mundo y a las personas influirá necesariamente en ellos.
Si nuestra mirada es pesimista, también ellos tendrán una concepción pesimista de lo que les rodea y, peor, aún, desconfiarán de las personas que les rodean; si nuestra mirada es, por el contrario, positiva y esperanzadora, también ellos podrán ver lo positivo en las dificultades, verán oportunidades de crecimiento en las crisis, serán capaces de ver el Bien en medio de tanto mal.
Fe desde la libertad
Como ya he dicho, que los padres seamos intérpretes del mundo para nuestros hijos no quiere decir que vayan a aceptar nuestra visión así como así, y aquí entramos en otro punto esencial en la transmisión de la fe: la libertad. La transmisión de la fe necesita de libertad. Es inútil que nos empeñemos en imponerla: no encontrará terreno fértil donde agarrarse.
Los padres debemos contar con la libertad de nuestros hijos cuando les hablamos de Dios, porque son ellos mismos los que tienen que hacer experiencia de Él, no podemos experimentar por ellos. Sí podemos transmitirles cuánto nos ha ayudado a nosotros la fe en las propias dificultades, en los dolores que hemos tenido, las crisis por las que hemos pasado, y así mostrarles cómo realmente nada nos ha preparado del todo para afrontar las desavenencias de la vida.
En un encuentro sobre la fe al que asistí, el famoso sacerdote romano Fabio Rosini decía: “Muchas veces pensamos que la fe depende de nosotros, de lo que hagamos: “Tengo que tener más fe para afrontar este problema” o “Tengo que rezar más o hacer este u otro sacrificio” pensando que quizá Dios nos premie con más o menos cantidad de fe según nos hayamos comportado. No, en ese sentido, la fe la da Dios, pero ¿Cómo crece nuestra fe entonces?
Y continuaba: “Cuando aprovechamos las ocasiones que Él permite, para fiarnos de Él. Dios acrecienta tu fe a partir de tus problemas -y fragilidades- si le dejas, es decir, si aprovechas esas dificultades para apoyarte en Él. Es Dios quien nos da la fe pero el hombre tiene que estar dispuesto a acogerla.”
Me pareció una reflexión necesaria: la fe se convierte entonces, no en un conjunto de contenidos y dogmas sino en una experiencia, un dejar hacer a Dios, un apoyarse en Él cuando las piernas flaquean.
Para ello es necesario abrir espacios de diálogo, dejarle entrar en nuestra vida, nuestras inquietudes, problemas e ilusiones; es absurdo pensar en apoyarnos en Dios cuando llegan los momentos difíciles si no establecemos una relación personal con Él desde antes.
Sembrar en lo profundo del corazón
Todo lo anterior se corresponde con una dimensión de la transmisión de la fe que podríamos denominar “activa”, donde los padres nos las ingeniamos para ir sembrando esa fe en sus jóvenes corazones.
En ocasiones será la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, una visita al cementerio en familia el día de Todos los Santos; un ofrecimiento del día a la Virgen, las oraciones antes de dormir rezadas con mucha atención, enseñarles a rezar el Rosario…
Obviamente cuantas más semillas echemos más posibilidades tenemos de que la fe se agarre a la tierra. Por otro lado, según nuestros hijos van creciendo esa semilla puede ser algo más intelectual: puede ser enseñarles que hay algo más allá de lo material, que hay que hacer siempre el bien y querer y respetar a todos, que Dios les quiere como una madre y un padre, que les cuida, que les protege.
Nuestro papel, en definitiva, es abrirles una puerta a la fe como experiencia de Dios, que es a la vez instrumento en el que apoyarse y es, además, fuente de felicidad, porque tampoco podemos olvidar que nuestra relación con Dios da sentido a nuestra existencia: sentirnos hijos suyos llena la vida de color, fuerza, autoestima, propósito.
Esa semilla que nosotros podemos sembrar tiene que echar raíces en el corazón de nuestros hijos, no en los comportamientos. Poner el foco de la transmisión de la fe en los comportamientos externos equivale en cierto modo a decir que la fe es algo sólo externo: una serie de cosas que hay que hacer para sentirnos satisfechos y para que Dios “esté contento” con nosotros.
En la parábola del sembrador se habla de esta siembra superficial: “(…) una parte de las semillas cayó junto al camino, y vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó entre las piedras, donde no había mucha tierra, y pronto brotó, porque la tierra no era profunda; pero en cuanto salió el sol, se quemó y se secó, porque no tenía raíz.”
La fe hay que “enterrarla” en lo más hondo del corazón de nuestros hijos, ahí donde se van conformando como personas y donde van, inconscientemente, almacenando recuerdos y experiencias que les van configurando en su ser más íntimo y de donde irán a sacar agua de adolescentes o de adultos cuando sientan la aridez del mundo y sus dificultades.
Como dejó escrito el Papa Francisco en su última encíclica, Dilexit nos, hablar al corazón es “apuntar hacia allí donde cada persona, de toda clase y condición, hace su síntesis; allí donde los seres concretos tienen la fuente y la raíz de todas sus demás potencias, convicciones, pasiones, elecciones.”
Decir sin decir
La segunda dimensión de la transmisión de la fe a los hijos, que llamaremos dimensión “pasiva”, tiene mucho que ver con el ejemplo que damos, porque los hijos miran todo lo que hacemos y son capaces de captar la profundidad de nuestras acciones.
En esta dimensión, los padres diremos sin decir, mostraremos a nuestros hijos cómo y con qué intensidad rezamos y vivimos nuestra fe. Esta dimensión es sin duda la más importante porque, ¿de qué sirve contarles historias de la vida de Jesús a nuestros hijos si nosotros no hacemos vida el Evangelio? ¿Cómo aprenderán a rezar si no nos ven hacerlo? ¿Cómo comprenderán que nuestra relación con Dios es nuestra fuerza si no se lo mostramos?
Recuerdo que una vez, teniendo yo 21 años, confié a mi padre una situación que me generaba mucha angustia. Él, después de escucharme, no me propuso una solución al problema, sino que me habló de una situación complicada suya en el trabajo que le hacía sufrir y me contó cómo rezaba y cómo hablaba a Dios de esa dificultad. Sus palabras me llegaron al corazón y todavía hoy muchas veces las recuerdo y me ayudan a rezar.
Como esta anécdota, podría contar muchas otras. Para los padres, llegar al corazón de nuestros hijos no tendría que resultar tan difícil. Lo que me ayudó de lo que mi padre me dijo aquél día no fue la situación que él estaba viviendo o saber que mi padre es una persona de fe que rezaba para que se resolviera esa situación. Lo que me ayudó fue que mi padre me abriera su intimidad y me mostrara su fragilidad y cómo se estaba apoyando en Dios desde esa fragilidad suya. Lo que mi padre hizo aquél día fue dejarme ver un cachito de su relación con Dios, una relación que entendí real, fuerte, profunda, viril.
¿Qué nos pasa que sentimos tanto pudor al hablar con nuestros hijos desde el corazón? Y sin embargo, no hay nada más poderoso que una madre o un padre que habla a sus hijos desde su experiencia más íntima, aunque ello le descubra en toda su desnudez.
Definitivamente peor sería que nuestros hijos percibieran que bloqueamos nuestra intimidad -también espiritual- detrás de un muro y desde el sólo nos asomamos para dejar ver lo bueno y lo correcto de nuestras acciones. ¿Es acaso eso lo que queremos que nuestros hijos perciban de nosotros: unos padres perfectos que no se equivocan, que tienen todo claro y cuya fe no se tambalea?