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El Dios de la fe: gracia y libertad

Sin libertad no hay fe. Y si la libertad la da Cristo, entonces esa fe es la que confía plenamente en que todo está en las manos de Dios.

Santiago Zapata Giraldo·11 de julio de 2025·Tiempo de lectura: 6 minutos

(Unsplash / Joshua Earle)

Creer en algo que no se percibe con la vista puede parecer ilógico para una sociedad del siglo XXI, acostumbrada a buscar y demostrar todo a través de la lógica, donde la evidencia racional parece eclipsar cualquier creencia que no pueda probarse. La fe, entendida como la capacidad de creer sin haber visto, parece contradecir a una sociedad racionalista, en la que las pruebas se imponen sobre las convicciones personales. Sin embargo, estas diferencias no implican un conflicto que lleve a la destrucción de una u otra, sino que pueden dar lugar a una relación de complementariedad.

“Yo Creo”

Ciertamente, creer no es simplemente un acto pasajero. Tener la certeza de la fe configura al ser humano, lo orienta hacia un fin último, penetra en lo más profundo de su ser y, en ese interior, es donde madura. No se trata de un acto externo, sino de algo que llega a formar parte esencial de la persona. Todo esto debe darse en libertad; si al ser humano no se le reconoce su papel activo y su participación, se estaría negando precisamente esa libertad. En lo que respecta a la fe, sin libertad, lo que se profesa pierde sentido: ya no sería fe, sino una mera norma impuesta.

En relación con la libertad, suele pensarse que el llamado a la fe implica una pérdida total de libertad y atenta contra la dignidad humana, reduciéndola a un conjunto de normas. Sin embargo, esta visión es una falacia, ya que la verdadera libertad alcanza su plenitud precisamente a través de la fe.

Vemos hoy una lucha por una “libertad” que exalta únicamente al yo, y en ese camino individualista, la auténtica libertad es malinterpretada o rechazada. Frente a esta visión, la libertad cristiana no convierte a las personas en meros cumplidores de normas, sino que les ofrece una meta, un propósito que es un camino hacia el encuentro con Aquel que es el propio Camino, la Verdad y la Vida, Jesucristo, nuestro Señor.

¿Qué ocurre si no se cree en un bien supremo? En efecto, si no existe una orientación hacia Dios, somos pobres hombres que viven sin orden. El orden presente en la naturaleza es ya un signo evidente de un Creador omnipotente. No se puede negar con obstinación la acción de Dios en la historia; hacerlo implica poner al hombre en el centro, desplazando a Dios.

Ahora bien, la relación entre fe y libertad aún exige que la persona asuma plenamente su propia identidad. Si no se asume a sí misma, la libertad corre el riesgo de convertirse en una simple imposición. Leonardo Polo señala: “el hombre tiene que construir el acto voluntario, pero no lo puede hacer sin aceptarse de acuerdo con la comprensión de ese acto” (“Persona y libertad”, p. 153). El acto voluntario requiere inteligencia: primero, entender quién se es; luego, reconocerse en lo que se hace. En el ámbito de la fe, si nos comprendemos como amados por Dios y redimidos por Cristo, entonces, con un acto voluntario, podemos experimentar ese amor y orientarnos libremente hacia Dios.

Entendemos que la libertad es algo propio del ser humano. Por otra parte, reconocemos la relación entre Dios y nuestra fe, una relación que se une plenamente en la persona de Cristo. Tener libertad no significa simplemente disponer de una multitud de caminos, donde muchas veces no se percibe un fin, sino solo medios que buscan satisfacer momentáneamente el deseo de placer. Esa búsqueda, sin embargo, es una ilusión,ya que el camino de la verdadera libertad está en encontrar a aquel que nos la dio.

Desligar completamente a la persona de Cristo como fuente de libertad implica negar la acción de Dios en la historia y la salvación realizada por medio del Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (cfr. Jn 1,29). No se trata de aceptar una idea abstracta de algo que no se ve, sino de vivir un encuentro personal con Dios, tal como Cristo lo ha revelado: ha mostrado al Padre para que tengamos vida en abundancia. Como lo expresa Benedicto XVI: “Al comienzo del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (“Deus Caritas Est”, 1).

Sin libertad no hay fe. Y si la libertad la da Cristo, entonces esa fe es la que confía plenamente en que todo está en las manos del Padre.

Las obras de Dios

En segundo lugar, la fe es reconocer la obra de Dios en el mundo. Si ya hemos afirmado que la fe implica un encuentro personal, esto demuestra que Dios actúa también en la realidad humana. Lo hace a través de la Iglesia, de los sacramentos, del magisterio, así como por medio de la conversión y la santificación de sus miembros. Esto revela una pluralidad de acciones que, sin embargo, responden a un único plan divino: “Pero si bien cada una de estas decisiones es única, todas constituyen un conjunto, un designio divino” (Jean Daniélou, “Dios y nosotros”, p. 113).

La comunicación continua de Dios y los hombres es muestra de Amor, la Alianza que es Cristo nos asegura la salvación. San Pablo nos indica la necesidad de que tanto nuestro entendimiento como nuestro cuerpo estén orientados conjuntamente hacia la fe en Jesús: “Porque, si profesas con tus labios que Jesús es el Señor, y crees con tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10, 9).

Ciertamente no es una labor sencilla encontrar un punto de encuentro entre lo que creo y lo que profeso, especialmente en una época tan racionalista como la actual. En este contexto resuena con fuerza la advertencia de Benedicto XVI durante la Misa “pro eligendo Pontifice” en 2005, cuando habló de la existencia de una “dictadura del relativismo”. Esta lucha por la coherencia de vida no es fácil, pero es precisamente esa concordancia la que manifiesta auténticamente la acción del Espíritu Santo y asegura el camino hacia la salvación.

En particular, encontramos una escena significativa de falta de fe en el relato de la aparición de Jesús a los discípulos después de la Resurrección (cfr. Jn 20, 24-25). Tomás no creyó, porque la tendencia natural del ser humano es confiar únicamente en lo que puede demostrarse. Abandonar esta idea es difícil. Así lo expresa el entonces profesor Joseph Ratzinger en “Introducción al cristianismo”: “El hombre tiende, por inercia natural, a lo posible, a lo que puede palpar con la mano, a lo que puede comprender como propio” (p. 49). Cambiar esto es un requisito para encontrar la fe.

En definitiva, la fe es un acto que necesita de la gracia. Requiere un encuentro personal —aunque no visible— con el Creador. El salto a lo desconocido siempre ha asustado al hombre; ese gran abismo que no se conoce lo asusta y lo hace retroceder. Por eso, este paso no es posible sin la ayuda de la gracia. Sin embargo, dicha gracia no anula lo humano; por el contrario, lo eleva y lo perfecciona, orientándolo plenamente hacia el bien supremo, que es Dios mismo. Esto lo refleja santo Tomas: “La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona” (“Suma Teológica”, I, 1, 8 ad 2).

Se podría decir mucho más de la fe; es un tema inagotable, porque inagotable es la divinidad. Su gracia es perpetua y, por tanto, nunca terminaremos de comprenderla por completo. Solo en el mundo podemos vislumbrar aquello en lo que creemos, pero lo conoceremos plenamente cuando lo contemplemos cara a cara. Por eso, el «yo creo» no es simplemente una afirmación externa, sino una aceptación profunda, una expresión del anhelo de la vida eterna. Como afirma Joseph Ratzinger: “La fe es un cambio que hay que hacer todos los días; solo en una conversación que dure toda nuestra vida podemos captar qué significa la frase ‘YO CREO’” (“Introducción al cristianismo”, p. 49).

¡Qué gran don es tener fe! A menudo no nos damos cuenta. En una sola palabra se encierra el paso hacia la salvación. Qué hermoso es compartir la creencia en un cielo nuevo y una tierra nueva; en una fe que cambia vidas; en una fe común que lleva a una felicidad compartida que es buscar a Cristo y ser continuamente una alabanza a su majestad.

María, Madre de la fe

No se puede hablar de la fe sin mencionar a Santa María. Pensemos por un momento en la escena de la Anunciación, esa preciosa imagen de una humilde mujer cuyo único deseo era agradar a Dios y cumplir la ley, como buena judía. Pero, ciertamente, el Señor se encarna por medio de un “sí”; así comienza la nueva humanidad redimida en Cristo. María no sabía lo que le pasaría en adelante, pero ese acto de fe en Dios la convierte en el más puro ejemplo: “Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1, 45). A Ella, Mater Ecclesiae, dirigimos nuestras oraciones, para que un día, por su intercesión, alcancemos aquello que recibimos por la fe.

El autorSantiago Zapata Giraldo

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