Desde finales del Siglo XIX, como fruto de la penetración del liberalismo en España, se produjo una enorme fractura entre las clases dirigentes del país y el pueblo sencillo. Si entre los primeros existían casos de agnosticismo o sencillamente de vidas descreídas, en los segundos había una fe religiosa casi generalizada. Por otra parte, también se observa una distinción entre la práctica cristiana en la vida de los suburbios de las grandes ciudades y la vida de los pueblos.
La descristianización de las masas obreras
En los años finales del XIX y primeros del Siglo XX se produjo la descristianización de las masas obreras en España, especialmente con el nacimiento de barrios extremos y con la pobreza en zonas rurales desfavorecidas del país. Aunque fueron muchas las iniciativas de carácter social que se pusieron en marcha, especialmente desde la Encíclica de León XIII, Rerum Novarum, es un hecho constatado la desconexión de grandes masas de obreros del mensaje cristiano.
Un factor clave para entender el odio desatado en el período constitucional de la II República Española, fue el alto grado de analfabetismo que sufría España en ese período. Se ha hablado del 40% a final de la Dictadura de Primo de Rivera. Sólo la incultura explicaría como pudieron destrozarse obras de arte valiosísimas, templos que ardieron sin la más mínima consideración. Y, también, explicaría como pudo ser creído, por gentes del pueblo afirmaciones tan peregrinas como que los curas envenenaban las fuentes o mataban niños con caramelos venenosos.
El auge del anticlericalismo
Por otra parte estaban consolidados, desde el comienzo del Siglo XX sectores de intelectuales españoles formados en la increencia, convencidos de su ateismo y agnósticos, que movieron hábilmente, a través fundamentalmente de la prensa, a las masas. Indudablemente influyó la constante acción del krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza.
Un sector de la prensa republicana insistiría, en aquellos años, en ver a la Iglesia como un poder espiritual que tiranizaba las conciencias, y por tanto urgía liberarse de ella. A esto habría que unir las editoriales que surgieron y las ediciones populares que publicaron, así como obras de teatro, etc.
La influencia de algunos pensadores, será siempre creciente, y su aversión a la Iglesia irá desde la frialdad hasta la hostilidad. Su reflejo más claro es el anticlericalismo creciente y ese anticlericalismo se hizo pasión en el ámbito de las masas obreras, y en algunas zonas rurales. Evidentemente, cometieron un error de cálculo: ni la Iglesia era la misma del Antiguo Régimen, ni la fe católica estaba tan poco arraigada como pensaban. Como resalta Álvarez Tardío: “Conviene rechazar, por tanto, esa explicación tan común como elemental, en virtud de la cual, el laicismo agresivo de los republicanos respondió al intolerable antirepublicanismo de los católicos”.
El objetivo del anticlericalismo no fue discutir la doctrina de la Iglesia, o los contenidos del evangelio, o la verdad de la fe que proponía la, sino tratar de sacudirse el yugo de conciencia, y las formas sociales conformadas por la Iglesia. Estos nuevos pensadores deseaban una moral laica, y unos principios liberales autónomos. Es interesante el fenómeno operado durante el Siglo XIX en España: la aparición de los intelectuales, en primer lugar, y en segundo lugar, verles ejercer un magisterio moral, que hasta entonces sólo había correspondido a la Iglesia. Debido a la alta tasa de analfabetos, no dejaban de hablar a minorías. Mientras, el clero, merced a la catequesis, la enseñanza y las celebraciones litúrgicas se dirigía a la mayoría de los españoles a lo largo de su vida.
El artículo 26 y el estallido de la «cuestión religiosa»
Las discusiones en torno al artículo 26 de la Constitución, en octubre de 1931, hicieron aflorar un cúmulo de opiniones contra la acción de la Iglesia, con gran carga de apasionamiento. Como resalta Jackson: “En cuanto se abrieron las compuertas para la riada, ya nadie pudo reflexionar en calma sobre la necesidad de unas nuevas reflexiones entre la Iglesia y el Estado”. Así pues, fue como un desborde de un río de pasiones, entre las cuales está el propio nombre: “la cuestión religiosa”, lo que hasta entonces, para la mayoría del país era algo entrañable, apareció como un problema, y, al parecer, de envergadura, pues se puso más empeño en estos debates, que en los serios problemas económicos, estructurales, y educativos.
A pesar de todo, la influencia de la Iglesia católica era muy alta en todo el país. Tanto por tener en sus manos la mayoría de los centros educativos de nivel, como a través de los maestros que, en su mayoría, eran buenos católicos.
Una gran parte de los intelectuales, así como de las clases directivas, eran católicos de buena formación, aunque su práctica espiritual fuera más o menos ferviente. Desde luego las costumbres sociales eran básicamente cristianas. Se guardaban las formas. Faltaba, indudablemente, la existencia de intelectuales católicos con la preparación adecuada para presentar el mensaje cristiano de modo ilusionante, con más fuerza y coherencia personal.
Es interesante constatar la buena situación general del clero durante la II República. Fruto de los seminarios y de los grados obtenidos allí, o en Roma en la Universidad Gregoriana. El clero y los obispos gozaban de salud espiritual: abundaban los sacerdotes piadosos, virtuosos, entregados, ejemplares. De hecho el número de mártires y confesores en la Guerra Civil, fue llamativo.
El mito de una Iglesia retrógrada
Intelectualmente vivían encerrados en un pequeño mundo intelectual, pero ni los obispos, ni el clero se había visto afectado por la crisis modernista que alteró a Europa, años antes. Por otra parte conviene recordar la situación de las Facultades de Teología españolas desde 1851, en que dejaron de pertenecer a la Universidad Civil, había ido decayendo en prestigio y nivel científico. En 1932 Pio XI publicó la “Deus scientiarum Dominus”, por la que se impulsó la mejora de las Facultades de Teología. De hecho, en 1933 se cerraron la mayoría de esas Facultades españolas y se dejó sólo la de Comillas. En 1933 tuvo lugar una visita canónica a todos los seminarios de España. Respecto al clero era abundante, pero mal distribuido.
Tampoco puede olvidarse que la filosofía imperante en muchos universitarios era la de la fe en el progreso científico, y por tanto en una nueva era de progreso sin Dios, o al menos, donde Dios estuviera entre paréntesis. Ortega y Gasset aparecía como un modelo próximo para muchos hombres formados alrededor de las ideas de la Institución Libre de Enseñanza. Al calor de esas ideas se había consolidando la falsa apreciación de la Iglesia como enemiga del progreso humano.
Por otra parte, en muchos pueblos, se conservaba una fe consolidada a través de siglos, donde la vida giraba alrededor de la práctica sacramental y de los tiempos litúrgicos, llenando las costumbres, el folclore, los hábitos de vida. Existían agnósticos y descreídos, pero la mayoría eran cristianos de corazón.
Católicos en la República: entre el compromiso y la decepción
La llegada de la República el 14 de abril de 1931, y las rápidas elecciones de Cortes Constituyentes, arrojaron unos resultados que presagiaron lo peor para las relaciones Iglesia y Estado, pues resultaron elegidos, en su mayoría diputados de la izquierda y de los Radicales, que habían sobrevivido a la Dictadura de Primo de Rivera.
De hecho, el 6 de mayo la Gaceta de Madrid publicaba una circular declarando voluntaria la enseñanza de la religión en la Educación Primaria. Era la consecuencia de haber suprimido, días antes, la confesionalidad del Estado. De hecho, en mayo de 1931, se produjeron la quema de iglesias y obras de arte, como la Inmaculada de Salcillo en Murcia.
Por eso, cuando la mayoría de los diputados de la Cámara, procedieron a discutir los artículos de la Constitución, presentaron una batalla frontal contra la Iglesia. La mayoría de esos diputados, carecían del nivel intelectual necesario, así como de formación religiosa, a excepción de algunos intelectuales de reconocido prestigio. Pero, a la postre, los debates sólo sirvieron para resaltar la ley de la aritmética frente a la razón.
Todo parece indicar que la izquierda republicana presentó la cuestión religiosa independientemente de la situación real del país y de la opinión de los católicos sobre la República; lo que les molestaba era la presencia del catolicismo en la vida social y cultural.
Al repasar las actuaciones de los protagonistas: dignatarios de la Iglesia, miembros del gobierno, parlamentarios, prensa de esos días, etc., queda claramente de manifiesto que aquellas Cortes, no representaban la realidad del país, pero sí mostraban con toda su crudeza las diferentes posturas contra la Iglesia que existían en esa época en España. El resultado, como es conocido, fue una Carta Magna, que no podía ser instrumento de concordia y pacificación, pues nació contra la voluntad de la mayoría de los ciudadanos.
Una vez más, en conexión con el siglo XIX, una pequeña minoría intentó corregir el rumbo de un país pretendiendo, mediante Constituciones, una evolución. “Puede descatolizarse un país, pero no en virtud de una ley”. En el fondo faltaba una verdadera cultura democrática.
Algunos de los diputados republicanos eran católicos y habían tenido parte fundamental en el nacimiento de la República, por ejemplo, Niceto Alcalá Zamora, quien en su famoso discurso contra las disposiciones antieclesiásticas del artículo 26 de la Constitución, el 10 de octubre de 1931, que le llevaron a su dimisión como Presidente del Gobierno, decía: “Yo no tengo conflicto de conciencia. Mi alma es hija a la vez de la religión y de la revolución, y la paz de ella consiste en que cuando se mezclan las dos corrientes las hallo acordes en la expresíón de una misma fuente, de un mismo criterio, que la razón lo eleva a los principios últimos y la fe los encarna en la enseñanza del Evangelio. Pero yo, que no tengo problema de conciencia, tengo conciencia (…). Y ¿Qué remedio me queda? La guerra civil, jamás (…). En bien de la patria, en bien de la República, yo os pido la fórmula de la paz”. Encarnaría lo que él llamó la tercera España. Un gobierno de centro verdaderamente democrático, aconfesional. Su ilusión era que la República hubiera contenido la Revolución Social y anticlerical.
Conviene recordar el famoso y contemporáneo discurso de Manuel Azaña, del día 13 de octubre de 1931: “Tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica, que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que existe ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes”. La traducción es clara: el Estado ya no es católico. Una vez aceptada la premisa, que sería válida: si el conjunto de los españoles democráticamente deciden que el Estado no sea confesional. Ahora bien, lo que no tendría sentido es que se convierta en anticatólico, y seguidamente que el Estado persiga a la Iglesia, le prive de libertad, y pretenda someterla a sí mismo.
No era la primera vez que un grupúsculo en aras a la democracia había pretendido subyugar la conciencia de la mayoría. Pero, la aceleración de la historia, produce mucho daño.
Efectivamente, la mayor parte de las leyes que se fueron promulgando fueron consecuencia del principio de laicización del Estado, pero otras muchas eran un atentado contra la libertad proclamada para todos en la Constitución. Esa falta de verdad, haría que quedase claro que no se buscaba el bien común, sino intereses partidistas, y acabó rompiendo la armonía y la convivencia pacífica. Desde luego “no se logró una cultura democrática, sino alternativa”.
La enseñanza, epicentro de la confrontación
La intención de la mayoría parlamentaria en las Cortes Constituyentes era apartar a la Iglesia de la enseñanza, como muestra el artículo 16 de la Constitución, pero, en la práctica era inviable construir tantas escuelas y formar tantos profesores como se necesitaría.
Finalmente vale la pena recordar las palabras de otro presidente del Gobierno durante la República, Lerroux, que señalaba lo siguiente: “La Iglesia no había recibido con hostilidad a la República. Su influencia en un país tradicionalmente católico era evidente. Provocarla a luchar, apenas nacido el nuevo régimen, era impolítico e injusto, por consiguiente, insensato”.
La reacción del episcopado español
Es importante resaltar que la actitud de la Santa Sede ante la llegada de la II República el 14 de abril de 1931, fue de cordialidad. Como demuestran las abundantes gestiones del Nuncio y de los Prelados españoles.
Por otra parte, el Arzobispo de Toledo, Cardenal Segura, pasó a ser un personaje incómodo, por su planteamiento tradicionalista en la línea de que la Iglesia debía orientar la tarea del estado, y que no ocultaba su apoyo a la monarquía. La República logró expulsarlo de España y la Santa Sede, en un gesto de congraciarse con la República, lo apartó de la Sede de Toledo el 1.X.1931 y lo sustituyó por el cardenal Gomá. Pero, no conviene olvidar que el Gobierno de la República, el 18.V.1931 promovió la expulsión del Obispo de Vitoria, Múgica, planteando el problema del carlismo como fuerza antirrepublicana y su influencia en el pueblo vasco-navarro.
Así pues, aprobada la Constitución en un breve espacio de tiempo, en los primeros momentos, la reacción del Vaticano y de los obispos españoles fue de una serena espera. La Declaración Conjunta del episcopado español del 20 de diciembre de 1931, salió al paso de la Constitución aprobada el 12 de diciembre recordando que el derecho y la libertad aprobados en la Constitución, eran para todos.
El mismo Niceto Alcalá Zamora, presentó su dimisión como Presidente del Gobierno para no aprobar esos artículos anticatólicos, pero presentó su candidatura a la Presidencia de la República, para –con el tiempo- reconducir esos artículos a la objetiva situación del país. Y, ahí permaneció, hasta abril de 1939.